jueves, 31 de enero de 2013

LA VENGANZA DE LAS CUCARACHAS (cap.2)



2
Hoy mi turno terminaba a las dos de la tarde, pero son las dos y media y sigo apilando yogures. Tengo los cojones congelados, pero ahora da gusto trabajar porque el supermercado está casi vacío.
Tengo que ir con muchísimo cuidado, porque hay que ver la cantidad de yogures diferentes que se pueden comprar. No quiero meter la pata y poner los de sin trocitos en el hueco de los bio o de los griegos, y aunque tienen incluso envases con formas diferentes, hoy mi mente está anclada en los ojos de Álex, y tengo que esforzarme por conectar con la realidad.
Viene el supervisor y me dice:
-          Gracias por quedarte un poco más. Se había atrasado el camión de lácteos y cuando llegó no teníamos personal para distribuirlos. Ahora ya puedes irte, ha llegado tu relevo.
Yo separo mis cojones del frío y le sonrío, satisfecho. El resto del día es mío, y lo pasaré como más me gusta, resguardado del mundo, escondido en mi madriguera, soñando, fantaseando, jugando con las ideas que me llenan la cabeza.
Me llevo para comer un sándwich preparado de ensaladilla rusa y una bolsa de patatas fritas. Camino hacia mi casa bajo el sol monstruoso de julio. Puedo cruzar a la otra acera y andar por la sombra, pero no quiero hacerlo. Me gusta el contraste entre el frío del súper y el calor asfixiante del verano en el sur. El sol es tan hiriente que a duras penas puedo abrir los ojos.
Vuelvo a casa con la felicidad estallándome en la piel. Por fin, tiempo para mí. Soledad. Silencio.
Subo por las escaleras silbando y dando saltitos, agarrándome a la barandilla con una mano. Abro la puerta de casa y me sé a salvo del mundo. Cierro y me apoyo en ella, de espaldas. Tiemblo de emoción inespecífica. Voy directo al cuarto de baño, y me lleno la bañera de agua fría. Echo unas sales perfumadas, enciendo doce velas y apago la luz del techo. Aunque fuera, en el mundo, es de día, aquí dentro, en el reino de los sentidos, es noche cerrada. Me desnudo y me meto en el agua, sintiendo el frío punzante en cada centímetro de piel. Casi no puedo respirar. Recuerdo aquel día que eché cubitos de hielo. Fue una tortura. Un placer absoluto.
Me recuesto feliz, sonriente, y apoyo la cabeza en el extremo de la bañera. Saco mi sándwich de la bolsa, abro el envase y empiezo a mascar lentamente. Oigo cada sonido en mi boca. Huelo hasta el más mínimo de los aromas. Meto mis labios bajo el agua y doy un sorbo. ¡Aj! Las sales han hecho el agua imbebible. Afortunadamente tengo el whisky de ayer en el cajón de las toallas. Abro las patatas y doy un mordisco y un trago. A pesar del frío, me siento arder la frente.
Y entonces, en medio de toda esa oscuridad y todo el silencio, flotan ante mí los ojos azules de Álex, su hermosísima piel blanca, sus manitas rechonchitas y su risa feliz. Como yo, tiene un exterior aparentemente inofensivo. Pero su crueldad, como la mía, probablemente no tiene límites. El pequeño cabrón me golpeó con su camión de juguete, mientras su madre no me dejaba hacer mi trabajo. ¿Cómo voy a reponer los plátanos si no apartan sus culos de mi espacio? El niño lo sabe. Lo sabe todo. Sabe que soy sólo un desgraciado, incapaz de encontrar su lugar, entre los plátanos o en la vida, qué más da, todo es lo mismo. Y ha descargado toda su rabia y su incipiente poder contra mí. Su camión era su arma de hoy. Las de mañana serán la indiferencia y el rechazo.
A él le envuelve un mundo protector de caricias y besos, una madre comprensiva a la que acompaña tiernamente asido de la mano en sus quehaceres diarios. Una madre que le dará la seguridad suficiente para convertirse en un hombre fuerte, poderoso. Cruel incluso. Si yo pudiese cambiar eso hoy, cuando el niño es aún un niño, y su única arma un juguete…
Lo metería conmigo en esta bañera de agua helada, le daría un poquito de whisky, y le hablaría como un padre:
-          Mira, Álex: en la vida hay dos tipos de personas: las poderosas y las invisibles. Las personas poderosas son malas, pero como están ahí para que todos podamos admirarlas, se les ve perfectamente; es fácil ver su peligro, y por tanto es fácil alejarse de ellas. Y también es fácil vengarse. Pero las personas invisibles, como los reponedores del supermercado… esas sí que son peligrosas de verdad: están descontentas con la sociedad, enfadadas porque les ha convertido en personas-trapo, receptoras de gritos y quejas. ¿Y a cambio de qué? ¿De un sueldo mísero y unas condiciones de trabajo pésimas? Tú esto no lo entiendes aún, pero un golpe con tu camión de juguete puede desencadenar en ellos la locura, una obsesión de la que no pueden huir, ¿sabes? Como esos misiles que persiguen su objetivo hasta que lo hacen explotar, sin escapatoria posible… pues así pasa, Álex. Y ese es el verdadero peligro. Así que la próxima vez que vayas al súper, hijo, tú mira al suelo, no te muestres feliz ni sonriente, desconfía de los que te rodean… y no mires nunca a nadie a los ojos. Los ojos, Álex, son el sentimiento, la pasión. Son tu yo más profundo. Y hay que dejarlos encerrados, castigados sin sol y sin brillo. Aprende esto bien, mi cielo. Desconfía.
Para entonces a lo mejor Álex había dejado de respirar, su cuerpecito amoratado ya inmóvil bajo el agua. Así que daría igual que le hubiese aconsejado o no. Lo mismo pasó con mi perrito Puchi. Cuando acabé de bañarlo, no respiraba. Yo lo quería, y mucho. Pero él siempre huía de mi lado. Otro que me sabía invisible, nada importante. Aún recuerdo su energía descosida intentando zafarse de mis manos, que lo sumergían sin piedad para ver cuánto aguantaría. Cuando dejó de pelear por su vida, le metí el dedo por el culo. Siempre había querido hacerlo, no sé por qué. Parecía un peluche, pero más pesado. Me pregunté durante días qué era exactamente lo que había cambiado para que pasara de estar vivo a estar fiambre: no era la respiración en sí, sino las ansias de respirar, la capacidad de respirar.
Yo por eso sé que aún estoy vivo. A veces aguanto la respiración y me cronometro. Cuando estoy solo, en mi bañera, en calma total, es cuando más aguanto. En cambio, en el trabajo apenas puedo hacerlo durante un minuto escaso. Cuando abro la boca otra vez para coger aire, siento como si mis pulmones me fuesen a estallar. Y hago un ruido que no se puede comparar con nada. Una explosión de vida, dolorosa e insuficiente. Por eso sé que estoy vivo. Porque siempre estallo devorando todo el aire a mi alrededor, con la cara enrojecida y los ojos palpitando.
Una vez alguien me dijo que no te puedes suicidar simplemente negándote a respirar, porque tu cuerpo es incapaz de dejarse morir, y que aunque tú lo tengas decidido de manera consciente, en el último instante él toma el aire necesario para seguir vivo. ¡Qué cabrón!
Yo siempre he pensado que me gustaría morir en la bañera, en mi bañera, como estoy ahora. Me cortaría las venas de las muñecas con una hoja de afeitar, y en la oscuridad y la relajación, mi sangre saldría de mi cuerpo imperceptiblemente, dejándome volar en un sueño dulce. No sería demasiado doloroso, pero sí muy efectivo, siempre que mi cuerpo no decidiese vivir y saliese de la bañera contra mi voluntad para llamar al médico.
¿Qué estará haciendo ahora el pequeño Álex? A las cinco de la tarde en pleno julio, quizás una siesta. Me lo puedo imaginar, durmiendo como duermen los niños pequeños, mojando de sudor su almohada azul de trenecitos, sin pijama, abrazado a su oso de peluche. Su mamá abrirá ligeramente la puerta de su habitación y lo contemplará dormir, tan pacíficamente, tan abandonado a su sueño. Ella sonreirá. Las madres siempre sonríen cuando ven a sus hijos dormir. No sonreirían tanto si supiesen que no iban a despertar. En silencio para no romperle el sueño volverá al salón, y pondrá el televisor casi sin voz para ver la telenovela. Mientras, tomará su café, satisfecha de tener su  mundo en paz y bien protegido.
Yo salgo de mi bañera ya, con los dedos de los pies arrugados y el pelo frío chorreando agua por mi espalda. Me pongo las zapatillas de ir por casa, pero no me seco ni me visto, ni me enrollo en una toalla. Tal y como mi madre me trajo al mundo me paseo por mi casa, vacía de ojos que me censuren.
Todas mis persianas están medio bajadas. No me gusta la luz. Con el calor del verano, en cinco minutos estoy totalmente seco. Me pongo mi bañador y una camiseta y me bajo a la playa. Me gusta pasear con los pies en el agua. Veo a los niños jugar haciendo castillos, inconscientes y ajenos a mi mundo, como sus padres. Cuando me canso, me siento en una piedra junto al muro que separa la playa de la carretera, a la sombra de un tejadillo. Siento la brisa del mar en mi cuerpo. Huelo a sal y a crema solar. Entreabro los ojos y observo el mundo encerrado en apenas una línea horizontal de visión: el brillo del mar y del cielo, azul cristalino; los cuerpos semidesnudos, conversando de manera ininteligible; los rostros satisfechos, relajados. Acaso un avión surca el cielo. O un barco el horizonte.
Entro en el agua después de las siete, cuando ya se ha ido el socorrista de la Cruz Roja y en la playa quedan apenas cuatro o cinco familias. Me adentro en el mar. Soy buen nadador, y no buceo mal. El agua, fría y cristalina, es mi aliada. No oigo más que las olas y mi respiración. El sol ya se retira, cansado y vencido. Yo hago el muerto y floto sonriendo. Sería un muerto feliz.
Salgo y me voy a casa chorreando agua salada. En mi piel, la arena y la sal empiezan a picar cuando me vuelvo a mi bañera. Esta vez un baño rápido, de cinco minutos.
Son las nueve, y merodearé por el pueblo en busca de algún niño perdido. Jamás he encontrado ninguno, pero no pierdo la esperanza. Le invitaría a mi casa a comer pizza. Le prometería que llamaría a su casa, o a la policía, o a quien él o ella quisiera. Lo metería en la bañera conmigo. Jugaríamos a los barquitos. Y a los submarinos. Como con Puchi.

miércoles, 30 de enero de 2013

LA VENGANZA DE LAS CUCARACHAS (cap.1)



1
Los lunes son días especialmente frenéticos en el supermercado. Los clientes se agolpan en cualquier sitio, frente a los espaguetis, frente a los tomates o frente a los yogures. Impacientes, miran a derecha e izquierda hasta que me ven. Bueno, a mí no. Ven mi gorra y mi camisa con el logotipo del supermercado.
-          ¡Oye, tú! ¡Oye! ¿Es que no vais a sacar más arroz? ¿No ves que se ha terminado? ¿O es que quieres que nos llevemos el que no está de oferta?
A mí el arroz me la suda. Yo estoy reponiendo leche. Ese es mi trabajo en este momento: organizar en columnas perfectas las pesadísimas cajas de seis litros de leche.
-          Ahora mismo paso el aviso, señora.
Y me meto en el almacén. Voy a mear. Deambulo como si buscase algo.
-          ¿Quieres algo? –me pregunta el encargado del almacén al verme vagar entre los vehículos que cargan los artículos más pesados.
-          No –le respondo yo.
Y vuelvo a salir a mi puesto de leche. La señora ya ha debido de marcharse. Nadie espera tanto tiempo por un triste paquete de arroz.
-          ¡Oye, tú! ¡Que te he dicho hace diez minutos que faltaba arroz de oferta, y sigue sin haber! Yo ya he terminado la compra, y me voy ya. ¿Vais a sacar más o no?
La señora es una foca gorda, con una bata de vieja y una verruga sobre el labio bigotudo. Huele a sudor, y tiene los dientes amarillos. Le cuelga del cuello un cordón de oro con una medalla. Me habla con los brazos en jarras, sujetando el carro de tanto en tanto mientras me exige el cumplimiento de lo que ella considera mi deber.
-          Sí, señora. Lamento el retraso. Ya he avisado al responsable del almacén. Deberían estar ya reponiendo.
-          ¡Deberían, pero no están! –protesta ella perdiendo la paciencia-. ¡Y yo me tengo que ir! ¡Vergüenza de país! ¡Así va todo! ¡Manga por hombro! Del mozo al del almacén, del del almacén al repartidor, del repartidor al gerente… ¡y el arroz sin llegar!. Ahora, si quieres, te gastas más dinero y compras la otra marca. ¡Claro! ¡Como nos sobra el dinero! Toda la vida trabajando para ahora tener que mirar hasta el último céntimo…
Yo le he dado la espalda a la foca bigotuda, que ahora está hablando sola, y sigo destrozándome la espalda. Ya me lo dijo mi madre:
-          Si no estudias, no serás nadie en la vida. Tendrás los peores trabajos, los peor pagados y los de más esfuerzo, los que no quiere nadie. Vivirás en los peores pisos, en las peores zonas de la ciudad. Te casarás con alguna desgraciada como tú. Y verás a tus hijos, pobres y vulgares como vosotros, repetir la rueda. Entonces te acordarás de mí, y desearás haberme hecho caso.
Y qué razón tenía, la jodida. Debe de estar partiéndose el culo bajo tierra, con ese gesto suyo de “ya te lo decía yo”.
-          ¡Bueno, qué! ¿Avisas otra vez? –insiste la gorda, burlándose del caso omiso que me ha hecho el fantasma del almacén al que no he avisado quince minutos antes.
Yo ya he terminado de apilar las cajas de leche. Le hago un gesto afirmativo con la cabeza, y vuelvo al almacén.
-          La leche ya está –le digo al encargado.
-          Pues ahora los plátanos, que acaban de llegar. Ya sabes: no los dejes amontonados de cualquier modo, y pon los más maduros a la vista.
Del arroz no digo ni mu. Cojo mi carro de reponedor, cargado de plátanos hasta arriba, y voy a la sección de la fruta. Allí, una compañera con un uniforme impoluto, una cara maquilladísima, perfectamente peinada, y con una sonrisa perenne, atiende muy amablemente a otras focas bigotudas. El sitio de los plátanos está rodeado de mamás con niños pequeños. Yo aparto la mirada de ellos.
-          A ver, por favor. ¿Me permiten?
Pero ellas no me permiten en absoluto. Y eso que no quedan casi plátanos, y que yo llego con mi carga preciosísima, y que podrían ser las primeras en elegir. Pero no mueven ni un ápice esos traseros prietos, no apartan los carritos de los niños, no me ven ni me oyen.
-          Por favor, ¿me dejan que reponga los plátanos?
Se diría que los dan gratis. Se diría que no hay nadie haciéndose rico a costa de la ansiedad de estas mamás hiperresponsables, preocupadas hasta el extremo por la alimentación de sus bebés de anuncio.
-          ¡Permiso!
-          ¡Álex! ¡No le pegues al señor en la pierna! ¡Estate quieto!
Efectivamente, el Álex de los cojones me está pegando con su trenecito rojo en el muslo, mientras yo, prácticamente apartando a las mamás a codazos, me abro el espacio que necesito para maniobrar con los plátanos. Primero, retiro hacia la izquierda los que ya había, y luego voy llenando la parte central y derecha con la nueva mercancía. Las mamás, impacientes y nerviosas, se lanzan sobre mi carro de reponedor para coger los plátanos antes de que lleguen al mostrador. Parecen un enjambre de moscas alrededor de una mierda gigante. El niñito vuelve a golpearme en el muslo. Yo no quiero mirarle, no quiero. Noto mi corazón acelerándose, noto un deseo brutal que empieza a sobrecogerme. Me aferro al carro para asegurarme de que mis manos, huérfanas de realidad a la que asirse, no terminan en el blanquísimo cuello del chaval, tan cálido, tan blando, tan tentador. Sin acabar de rellenar el aparador de los plátanos, empujo mi carro de reponedor para espantar a las moscas. Entonces el espejo que recubre una de las columnas del supermercado me devuelve el reflejo de la cara de Álex, el chiquillo de unos tres años que me está removiendo las entrañas. Él se da cuenta de que yo le estoy contemplando en el espejo, y se echa a reír. Ríe como loco, sin motivo y sin freno. A mí se me ha parado el tiempo, mientras noto mi sexo hincharse más y más, herido bajo la mirada azul y burlona del angelote rubio. Un codazo me devuelve a la realidad.
-          ¡Pero no te pares aquí en medio, que aún llevas muchos plátanos en el carro! –me dice el encargado de frutería.
Yo le miro y no le veo. Debo de tener los ojos en blanco, totalmente girados hacia el interior de mi cuerpo, hacia esa zona donde la sangre se acumula y me hace enloquecer.
-          ¿Te encuentras bien? –me pregunta.
-          Me estoy mareando…
Él me coge el carro para acabar de colocar los plátanos.
-          Corre –me dice-, ve a lavarte la cara, a ver si así te encuentras mejor.
Yo me voy al váter, a ese lugar tan oscuro, húmedo y sucio como mi sexo. Me cojo el miembro y doy salida a toda mi podredumbre. Me doy asco y miedo. La cara de Álex no se borra de mi mente mientras, ya terminado, me siento en la taza y recupero mi respiración.
Salgo a por mi carro de plátanos. El encargado de la fruta lo ha dejado aparcado en un rincón, ya vacío. Lo busco con la mirada para darle las gracias pero ya no está, no le veo. En su lugar, la chica pesa-fruta me guiña un ojo y se pasa la lengua por el labio superior. Debe de tener unos veinte años. Con diez menos soñaría con ella, pero así… Le sonrío, no quiero que piense que soy raro, y me esfumo.

martes, 29 de enero de 2013

LA VENGANZA DE LAS CUCARACHAS (cap. 0)



Yo no soy nadie, y mi nombre no importa. Sólo soy un fracasado, el penúltimo escalón de la sociedad, un rechazado, un paria. De día soy invisible, estoy en soledad la mayor parte del tiempo, e incluso en mi trabajo nadie repara en mí. Paso días enteros sin hablar con nadie, sin mirarles a los ojos, temeroso de que descubran mi secreto. Mi terrible secreto.
Pero ellos, confiados en la bondad de los que les rodean, en el orden natural e inamovible de la sociedad, viven tranquilos y relajados sus días, sus semanas, sus meses, apilando en álbumes de fotografías sus recuerdos felices. Yo les observo. Desde mi inexistencia social. Desde mi anonimato. Observo a sus pequeños retoños, réplicas diminutas de sus padres y de sus madres, correr y jugar ajenos a mi oscuridad. Sonríen bobamente, dulcemente. Como las ovejas. El tiempo del lobo, hoy agazapado y expectante, se acerca. Mientras, afilo mis garras, pienso, planeo, anticipo. Tengo que tenerlo todo preparado. Para cuando me ruja la tripa y salga de caza. Para cuando mirar ya no me sea suficiente. Para el día en que mi anonimato sea mi mejor arma. Para cuando les arrebate lo que más quieren, y ellos no sepan de dónde tanta maldad. De quién. O por qué motivo.

lunes, 28 de enero de 2013

...IN CORPORE SANO

Llevo ya varios meses queriendo quitarme de encima, de manera literal, un maldito michelín que se resiste a desaparecer de mi anatomía. Debo admitir que soy persona de buen yantar, y claro, entre eso y la obligación de comer casi volando a diario, no parándome a masticar de manera pausada y civilizada los veintiocho golpes de mandíbula reglamentarios, no encuentro la forma de volver a la que fue mi talla habitual. 

Siendo mi horario familiar un impedimento para asistir de manera regular a un gimnasio, he intentado salir a correr por los parajes más bonitos de mi ciudad en los escasos minutos en los que mis hijas están devorando la cena. Primero un cuarto de hora entre salir, llegar al paseo marítimo, correr y volver a mi casa. Hay que empezar suave para no hacerse daño. Después un poco más. Aunque parecía que me iban a estallar los pulmones. Aunque cruzaba los dedos para no encontrarme con algún conocido en semejante estado lamentable de sudor y resuello desacompasado. Me ponía los auriculares con mi música preferida... y casi acabé odiándola. Ni qué decir tiene, me rendí a las tres semanas.

Así que ahora he rescatado de mi trastero una vieja bicicleta estática que me dio mi cuñada, aburrida de tenerla en su casa cogiendo polvo, y la he puesto delante de la televisión. Tras un par de días de prueba, he descubierto que si pedaleo con poca resistencia, puedo aguantar indefinidamente; en cambio, si le aumento la dificultad, al segundo minuto noto un agarrotamiento muscular de lo más desagradable y desisto de inmediato. Decidida como estoy a cambiar mis hábitos sedentarios y nada saludables, hoy ha sido el segundo día consecutivo en que he logrado pasar una hora pedaleando y sin rechistar. O más bien, pedaleando casi sin darme cuenta, encantada de la vida.

Los romanos, que eran un pueblo muy inteligente en muchos aspectos, ya dijeron aquello de "mens sana in corpore sano". Lo del "corpore sano" está claro. Y respecto a lo de la mente, voy a hacerme con una de esas revistas en las que se detallan las programaciones de todas las cadenas de televisión. Se impone una selección exhaustiva. Es mi oportunidad de ponerme al día con todas las buenas películas que no he tenido ocasión de ver, y de participar desde detrás de la pantalla en esos programas de preguntas y respuestas que no veo desde hace años. Es una pena que no pueda leer mientras pedaleo, no sólo porque me bailen las letras en los renglones, sino porque la lectura de un buen libro exige una concentración y un recogimiento íntimo incompatibles con el ejercicio físico. No sé si llegaré a perder mi michelín finalmente, pero quizás haya encontrado mi deporte favorito: horario flexible, sesiones en el propio domicilio, y plus cultural. ¿Qué más se puede pedir?




domingo, 27 de enero de 2013

CARACOLA (poema del domingo)



Hola hola caracola
de la mar te ves envuelta
de la mar te escapas
si te vieran cómo lloras sin llorar
te querrían todas
todas las madres pues todas lloran
todas las hijas pues desesperan
todas las niñas que amor intuyen
todos los labios que en ti se esconden
caracola de la mar
caracola sola
en los besos te fundiste
mírate ahora.