sábado, 2 de febrero de 2013

RUBALJOY

De los mejores y más nobles combatientes he oído decir que nunca se debe minusvalorar ni despreciar a los oponentes, pues cuanto más grande admitamos que es el enemigo, más valorada será nuestra victoria sobre ellos. De esto, el señor Rubalcaba no ha debido ni oir hablar, pues él, que se revuelca en el mismo lodo corrupto que el señor Rajoy, se cree tan a salvo que se permite exhortarle exigiéndole transparencia. 

El suyo es el comportamiento infantil y poco honroso del que se alegra de las dificultades del enemigo, pero no de las sobrevenidas tras honesta lid, sino de las que nacen del infortunio o de la traición interna. Es la ejemplificación de que cuanto peor le vaya a mi enemigo, automáticamente y sin que yo haya hecho méritos para merecerlo, mejor me va a ir a mí. Y en el caso de la política española actual, es de una cortedad de miras sorprendente. 


 A estas alturas, estoy convencida de que no hay nadie en el país que ponga la mano en el fuego por la inocencia de nadie, y desde luego, tampoco por la de los miembros del Partido Popular que aparecen en la lista del señor Bárcenas. Sin embargo, esto ya no se reduce a una sencilla cuestión de bipartidismo lógico. Estamos sumidos en un terremoto integral, que amenaza con destruir hasta los pilares de nuestro sistema político, financiero y judicial. Y no sólo al ala derecha del edificio. Ni sólo al sótano sindical. Ni sólo al ático lujoso de las cúpulas selectas. A todo el edificio. De arriba abajo. 


Los españoles, con la soga de la pobreza asfixiándonos, estamos hartos de tanto mangante, de tanta impunidad y de tanta injusticia. Si hasta ahora éramos un país emprendedor, ilusionado y optimista, hoy, sombra de lo que fuimos, empezamos a tomar conciencia de lo que ha pasado aquí, de cómo se nos ha ido sumiendo impunemente en una ruina de la que no sabemos aún si vamos a poder salir. Empieza a oirse en la calle el redoble de los tambores clamando venganza. Y cuando la masa se mueva, no habrá quien pueda detenerla. 


 
Con su pacato razonamiento, al señor Rubalcaba le puede estallar la mierda en la cara -con perdón- sin vérsela venir siquiera, como le estalló al señor Llamazares cuando, entreviendo una ocasión impagable de oportunismo político, quiso autoproclamarse líder y portavoz del movimiento del 15-M. ¿Recuerdan lo que le corearon? "¡No nos representas!".


 
Y es que, hoy por hoy, el descrédito es tan absoluto que no nos fiamos de nadie. El daño al país ha sido tan tremendo y tan devastador que no alcanzo a imaginar a alguien que cuente con la preparación y la credibilidad suficientes para gobernarnos y sacarnos del atolladero económico que nos está devorando el futuro. 


Quizás habrá que desterrar ideologías e ideólogos y, al igual que sucedió en Italia, poner al frente del país a un buen gestor. Que aparten las manos banqueros, políticos, sindicalistas, jueces y demás calaña actual. Que ni se acerquen al nuevo proyecto. Cuando las ideas caen en manos corruptas, pierden su razón y su derecho. Y en este país hay muchas manos manchadas. ¿Alguien va a obligarles a devolver lo que nunca debió ser suyo? De no ser así, ¿qué garantía tenemos de que no sucederá de nuevo? 

Ojo avizor, señores políticos. Estamos perdiendo la paciencia y el miedo. El sistema que se autoprotege está condenado al fracaso cuando los excluídos se cuentan por millones. Seis, concretamente. Y subiendo. Si el edificio se derrumba, las bajas serán incontables. Que nadie se crea a salvo. Ninguna ideología. Ninguna institución. Ningún territorio.


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