viernes, 15 de febrero de 2013

LO PÚBLICO Y ESPAÑA

De entre todas las profesiones que admiro, creo que la de médico se lleva la palma. Desde siempre me ha fascinado esa extrema responsabilidad que supone tener la vida y el sufrimiento de otra persona entre las manos, y ser el único que tiene el conocimiento suficiente para poder tomar decisiones trascendentes sin las cuales el enfermo no tendría ninguna posibilidad; estar en contacto continuo con las horas más bajas de todo tipo de paciente, desde niños hasta ancianos; sentir que en los momentos más críticos, el ser humano se vuelve más humano todavía. 

 Recientemente, los médicos me han hecho reflexionar mucho. Este desmantelamiento de la sanidad pública en aras de un ahorro que parece beneficiar sólo a bancos y a otros privilegiados económicos los ha sacado a las calles. Los hemos visto protestar, pancartas en ristre, codo a codo con los ciudadanos a los que atienden a diario. Con los que tantas veces les habrán dado las gracias por haber estado ahí. Si no hubiese sido por ellos... Como los habitantes de pueblos pequeños que se van a quedar sin centros de urgencias, por ejemplo. O como los inmigrantes sin papeles, que tendrán que pagar si quieren ser atendidos.

Siempre habrá descreídos malintencionados que verán en las protestas médicas una lucha egoísta del sector sanitario por mantener sus puestos de trabajo y sus condiciones laborales. Pero a estas alturas de la trama, los descreídos malintencionados se están quedando sin argumentos que esgrimir contra los trabajadores de cualquier sector, a los que se está despojando de cualquier privilegio que pudiesen haber tenido bajo la amenaza de que bastante privilegio es tener un trabajo hoy en día.

Otro tanto podría aplicarse a los trabajadores de la enseñanza pública, que están viendo sus plantillas recortadas, el número de alumnos por aula incrementado en exceso, y las dotaciones económicas que garantizan el funcionamiento de los centros esquilmadas hasta la casi inexistencia. También los hemos visto protestar por las calles de las grandes ciudades españolas, defendiendo un derecho que nos pareció inalienable y que hoy se tambalea bajo la amenaza de la privatización. Educación para todos. Y de la buena. 

Creo que somos conscientes de que la crisis actual es como un enorme agujero sin fondo por el que todos estamos a punto de caer, pues tiene tales dimensiones económicas que no hay sector ni país que se halle a salvo. Los que aún damos vueltas por el borde del abismo contemplamos a los que van cayendo mientras desaparecen sin que nadie pueda ayudarles, y nos cogemos de las manos en un corro desesperado que intenta resistir mientras el tiempo, que parece ser nuestro único aliado, nos permita seguir respirando. Es una catástrofe tan global que trasciende nuestras fronteras, nuestros sectores laborales, nuestra formación y nuestra experiencia. 

Y en esta desesperación, que ya ha empezado incluso a cobrarse vidas humanas, echo de menos ciertas voces. ¿Dónde están? ¿Dónde se refugian los intelectuales? ¿Por qué causas están dispuestos a levantar la voz, a posicionarse y a reclamar lo que es justo y de todos? No nos engañemos: no los hemos visto todavía. Sé que en nuestro país hay intelectuales de fama internacional en diversos campos, desde la filosofía hasta la astronomía, desde la música hasta la arquitectura. Nos han saludado desde las páginas de los suplementos culturales de los periódicos, perfectamente ataviados con trajes impecables, recogiendo títulos, honores y menciones en universidades, fundaciones y ministerios. ¿Dónde están ahora? Han ocupado su lugar unos pobres actores y cantantes que alzan su voz de manera partidaria y que sólo parecen protestar cuando el que manda es del color opuesto. Yo me refiero a los intelectuales de verdad, a los que hablan con conocimiento y honestidad, a los que han estudiado y ejercido en otros países y saben que las cosas se nos están torciendo hasta un punto de dificil retorno. ¿Dónde están? ¿Por qué callan? ¿Es que no les duele nuestra situación como propia?

En el colmo de la estupidez política, lejos de denunciar lo denunciable y luchar por lo que es justo ofreciendo soluciones posibles, utilizamos a nuestros embajadores culturales para promocionar eso tan ilusorio que es la marca España. No sólo no reparamos nuestro daño, sino que intentamos que en el extranjero ni siquiera se sepa de nuestro sufrimiento. Ocultémoslo. Neguémoslo. Señor Banderas, hable usted de las excelencias de la Semana Santa de Sevilla. Ahora bien, si le preguntan por la situación de nuestro país, mire hacia otro lado y silbe. Silbe bien fuerte, por lo que más quiera. No vayan a sospechar que aquí la gente se suicida porque se queda sin casa. No vayan a creerse lo de los seis millones de parados. No sea que oigan rumores de cierres de hospitales. Usted disimule, señor Banderas. ¿No es usted actor? Pues actúe, hombre, actúe. Al fin y al cabo, usted vive en Los Ángeles, ¿verdad? Bonita ciudad, por cierto. ¿Y qué tal allí los hospitales?






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