miércoles, 6 de febrero de 2013

LA VENGANZA DE LAS CUCARACHAS (cap. 3.3)



-          ¿Me invitas a comer en tu casa? He discutido con mi madre y no quiero volver. ¡Que se joda!
Yo no quiero que venga. Me gusta estar solo. Es lo que más me gusta. Mi bañera me espera. Mis velas. Mis sales.
-          ¿Te importa si comemos en mi bañera? Hace tanto calor…
-          ¡Genial, tío! ¡Qué sexy!
La chica pesa-frutas tampoco tiene tarjetita plástica con su nombre. Mete su mano en mi bolsillo trasero del pantalón, y me besa en la boca según vamos por la calle. No se queja del sol, ni de que va descalza. Será una vulgar desgraciada pero ahora parece feliz, con sus zapatos en la mano y su ombligo asomando por debajo de su camiseta ceñida. Le quedan mucho mejor sus vaqueros, sólo dos dedos más largos que sus bragas, que el uniforme del supermercado. Se lo digo y ella me sonríe.
Ya en casa nos metemos en la bañera con ropa y todo. Ella se me echa encima, besándome sin parar mientras el agua fría cae a chorro sobre nuestros cuerpos. ¡Es tan excitante sentir a la vez el frío en la piel y el calor del sexo! Yo me recuesto en la bañera y me dejo hacer mientras ella me la chupa. El agua aún le llega por debajo de la nariz. Se desnuda delante de mí, y me quita la ropa como a un niño al que vence el sueño. Se me pone a horcajadas, y ella sola se basta y se sobra para hacerme el amor. Yo cierro los ojos, y ella se convierte en una guapísima niña de cinco años, con su abuelo esperando en la puerta de mi cuarto de baño. Lleva un pesadísimo paquete de azúcar en las manos, y yo sonrío al imaginar en el suelo sus braguitas amarillas de ovejitas. Le toco su campanita de pis, y me dejo transportar a un mundo de placer ilimitado.
Cuando terminamos, la chica pesa-frutas se recuesta en mi pecho.
-          No tengo ni idea de cómo te llamas –me dice, sonriendo.
-          ¿Verdad que es excitante?
-          ¿El qué? ¿No saber tu nombre?
-          Claro. Has hecho el amor con un completo desconocido.
-          ¿Y cómo te llamo entonces? ¿Y cómo me llamas tú?
-          Como tú quieras. Y como quiera yo.
A ella le parece un juego que mola.
-          Tú serás… Roberto –me dice-. ¡No, no, no! ¡Roberto no! ¡Robbie!
-          ¿Rovi? ¿Cómo los supositorios?
Ella sonríe.
-          ¡No, bruto! Como el cantante…
Ahora sonrío yo. No conozco a ningún cantante con ese nombre.
-          Pues tú serás… Becky.
Recuerdo ese nombre de unos dibujos animados, pero no sé decir de cuáles. Quizás de los de Tom Sawyer.
-          ¿Becky?
-          Sí. ¿Te gusta?
Ella se encoge de hombros.
-          Claro, cojonudo –me dice sin mucha emoción-. ¿Comemos?
Salgo de la bañera y traigo pan y fiambres, y una botella de cerveza.
-          ¿Vamos a comer aquí, en la bañera? –me pregunta.
-          Sí. Más frescos, ¿no?
Ella se ríe. Se ríe muchas veces, pero con poca intensidad. La luz de las velas se refleja en sus pupilas.
-          Es muy romántico comer aquí –me dice-, con toda esta tranquilidad, este frescor, y este olor a… ¿fresa?
-          Frambuesa –la corrijo yo-. Me alegro de que te guste. Es mi ambientador favorito.
Cuando acabamos de comer volvemos a follar. Yo estoy agotado, y me acuesto, mojado y desnudo, en el sofá-cama junto a la puerta del balcón. Allí al menos corre un poco de viento, y como nos descorro la cortina, nadie me ve. Ella se acuesta a mi lado, pero sin tocarme para no darme calor.
-          Felices sueños, Robbie.
-          Igualmente, Becky.
Admiro su cuerpo de mujer jovencísima.
-          ¿Cuántos años tienes? –le pregunto de repente.
-          ¿No quieres saber mi nombre pero sí mi edad?
-          Sí.
-          Tengo dieciocho.
Se chupa un dedo y se toca la punta de un pezón. Entreabre las piernas y me pregunta:
-          ¿Te gusto?
La verdad es que sí.
-          Sí.
-          ¿Cuántos años tienes tú? –quiere saber ella.
-          Más del doble –le respondo.
-          Mejor. Me gustan los hombres con experiencia. Además, me pone cachonda ver cómo te excito, cómo te abandonas en mis manos, y cómo tu cuerpo responde ante el mío.
-          Me gustas mucho –le confieso-. Y me gusta que te guste mi bañera, y mis velas. No tengo mucho más que ofrecerte, ¿sabes? Pero te puedes quedar aquí cuanto quieras.
-          ¿De verdad? –me dice, abriendo mucho los ojos.
Yo temo haber hablado demasiado. Pero si esta Becky sabe cocinar igual que folla, tendré dos problemas solucionados. A lo mejor también me puede ayudar a pagar el alquiler. Y además, le gusta mi bañera.
-          ¿Sabes cocinar?
-          Bueno, no soy Arguiñano –reconoce con humildad-, pero sí, creo que me defiendo bastante bien.
-          ¿Y pagarías la mitad del alquiler si te quedases definitivamente?
-          Un tercio –me responde ella, insinuándose otra vez-. Un tercio del alquiler, más la cocina y la cama.
Sonríe con una sonrisa pícara y a la vez inocente. Sin maquillaje se la ve más niña y más indefensa. Me gusta mi Becky.
-          Trato hecho –le digo con una sonrisa.
-          Me quedo de prueba una semana.
-          De acuerdo.
-          Cojonudo. ¿Tienes hierba?
Nos liamos unos porros, y saboreo una felicidad simple y hermosa a su lado. Nos reímos bobamente. Ella me besa otra vez, y lentamente vuelvo a sentir el deseo recorrerme entero, de arriba abajo.
-          ¿Siempre cierras los ojos cuando haces el amor? –me pregunta, curiosa.
-          Sí –le digo-, me concentro y siento mucho más. Con los ojos abiertos me despisto. ¿Te molesta que los cierre?
-          No. Me parece muy tierno –me contesta ella-. Todo tú eres muy tierno.

2 comentarios:

  1. Pilar...
    Llevaba dias sin leerte... Me he leido los tres últimos seguidos y ¡me parece superinteresante! Muy bueno, en serio. Genial. Un super abrazo

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