miércoles, 16 de enero de 2013

SIN PILAS

Hay días en los que una amanece pletórica, exultante, radiante de energía por los cuatro costados. Son días en los que todo parece encajar en esta locura de mundo en el que vivimos, días en los que no nos afectan ni las malas caras ni los malos modos, días en los que parecemos flotar por encima de todo lo divino y de todo lo humano, y no podemos evitar esbozar una sonrisa bobalicona y encogernos de hombros ante esas pequeñas cosas del día a día que a veces resultan tan insidiosas. 

Son días en los que las personas con las que te cruzas te miran de soslayo, sospechando que quizás haya entrado en tu vida una súbita ilusión, tal vez amorosa, que justificaría esos andares sobreterrenales tan envidiados. De seguro que se suscitarían comentarios a tu alrededor, codazos picarones e incluso habladurías malintencionadas. Es lo que tiene la felicidad, que despierta envidias a tutiplén. 

 Sin embargo, otros días sucede justamente lo contrario. Una se levanta con una especie de morriña general, un noséqué de tristeza melancólica, de desasosiego inespecífico que le nubla la visión del sol más esplendoroso o de la más bella primavera. Enseguida una enciende su luz roja de alarma y se pone a analizar los acontecimientos del día anterior: para su sorpresa y su alivio, ayer no pasó absolutamente nada. Nada. Ni una pelea, ni una desavenencia, ni un grito. Nada. 

Una suspira hondo, profunda y lentamente, como si eso fuese a hacer desaparecer ese sentimiento tan abotargante que le invade. Pero resulta aún peor. Después del suspiro, viene el vacío. El "¿y-ahora-qué?". Una se niega a hablar de semejante sensación de letargo con su pareja, no sea que a éste le dé por achacarlo a la pereza ante el trabajo o, aún peor, a lo propio de "esos días". No, gracias. Mejor sufrir en silencio que ser objeto de ironías matutinas. 

Así que una se va al trabajo como las ovejas al matadero. Mira su reloj tantas veces que empieza a sospechar que el tiempo se ha confabulado en su contra. No pasan los minutos. Sólo flotan en el espacio, dolorosamente heridos por un mortal aburrimiento. 

La preocupación ronda hasta media mañana. Si no hay nada objetivo que explique esta sensación, ¿a qué viene este despropósito? Sin embargo, la falta de motivo no hace sino ahondar en este sinvivir, y una teme que de un momento a otro, cualquier mínimo incidente la suma en un llanto descontrolado. Pone entonces sus luces de alerta, unos faros antiniebla emocional que no hacen sino alejarla de la realidad, cada vez más brumosa y más difuminada. 

Este desconsuelo dura más o menos hasta la hora del almuerzo. Entonces, una se ve abocada casi por obligación al contacto con otros seres humanos, y bocadillo en ristre, advierte aliviada que el mundo va retomando su color y su bullicio. Para cuando ya sólo quedan unas migajas, una incluso siente ganas de reír. Y esta sensación de haber superado ese trance tan inquietante le provoca un cosquilleo especial, y de repente le asalta una locuacidad imparable que destierra de su mente cualquier rastro de desazón previa. Entonces, más feliz que una perdiz, se promete a sí misma no volver a dejarse llevar por esa inexistencia vital y tener bien presente que una es afortunada en muchísimos aspectos, y que eso es realmente lo que constituye la fortaleza de una persona, y no las debilidades irracionales que probablemente obedecieron a una mala digestión. Una, disimuladamente, cruza sus dedos dentro del bolsillo de su abrigo, y desea que tarde muchísimo en llegar la siguiente andanada de desánimo, que a estas horas se aleja, cabizbaja tras su derrota.

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