viernes, 18 de enero de 2013

ATROPÉLLAME YA...

A veces hay algunos comportamientos de cordura dudosa que, por motivos que no logro comprender, se ponen de moda y se extienden rápidamente por todos los estratos de la sociedad. En ocasiones, su éxito puede deberse a esa especie de incapacidad humana de resistirnos a los retos, o lo que en términos vulgares se conoce como hacer algo "por cojones". El ganador se siente, sin duda, un triunfador, aunque más de una vez haya tenido que lamentar su osadía o aunque en sus círculos más cercanos se le mire con la precaución que suscita quien disfruta jugando con fuego.

Recuerdo que hace años se propagó entre los adolescentes una práctica nada recomendable que consistía en contener la respiración y comprimirse una vena del cuello, hasta llegar a perder la consciencia y derrumbarse cual saco de patatas. Aquello hizo estragos. Y cuanto mayor era el calabazazo, más contentos se ponían todos. 

Recuerdo también que achacábamos aquellos accesos de locura a esa edad tan temida y tan temible que es la adolescencia recién estrenada, y que nosotros, los padres y profesores de aquellas almas cándidas, nos sentíamos abismalmente lejanos a ellos en nuestras aficiones. Incluso entre los más atrevidos, esos amantes del riesgo y la adrenalina que practicaban puenting los fines de semana, la seguridad era más que obligatoria y más que necesaria. Condición sine qua non para hacerse el valiente era estar absolutamente convencido de poder terminar la actividad sin disgustos.

Bueno, pues parece que entre nuestra población, independientemente de su edad, de su condición social y de su inteligencia, se ha extendido la peligrosísima actividad de cruzar las calles de repente, porque sí, sin previo aviso ni señal vertical u horizontal que se lo permita, y lo que es peor, sin mirar. Y ya no me refiero a no mirar debido a un despiste, sino a no mirar durante cada uno de los segundos en los que uno está jugándose el pellejo. Es un claro mensaje de "te vas a parar por mis cojones". 

   Para el conductor supone un susto morrocotudo, que en ocasiones le deja temblando y sin respiración. Creo que no exagero si digo que mayoritariamente nos ponemos al volante siendo conscientes del peligro que entraña la velocidad, kamikazes, borrachos y drogadictos al margen. Y creo que atropellar a alguien, aunque no le quitemos la vida, no es plato de gusto para nadie. Sin embargo, debo reconocer que a veces me he quedado con la punzante sensación de que más de uno de estos descerebrados merecerían llevarse un buen susto. Es muy tentador, compréndanme, apurar hasta el límite el tiempo y el espacio de frenado, de manera que el sujeto en cuestión se viese obligado a apurar el paso en el segundo final. Evitaríamos así esa última mirada victoriosa y altiva que el descerebrado dirige al conductor desde la seguridad de su acera, una vez que el pobre que va al volante ha perdido de golpe el color del rostro y su ritmo cardíaco habitual.

Sólo le pido a Dios que no me deje despistarme ni un segundo en la carretera. Que tenga tiempo suficiente para frenar, e incluso para sacarle el dedo corazón por la ventanilla al sujeto en cuestión. No quisiera por nada del mundo verme envuelta en una tragedia semejante. Ahora bien, como ni ellos visten de luces ni yo llevo cuernos en la cabeza, y ahórrense las bromas por favor, mejor que dejen de jugarse el tipo cruzándose en mi camino. Porque mi coche es de segunda mano y no estoy segura de que frene al cien por cien. Algo con lo que ellos no sé si han contado.

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