miércoles, 5 de diciembre de 2012

UN TEXTO FELIZ

Hoy quiero escribir un texto feliz. Tiene que ser posible. Sólo es cuestión de esperar un poco. Tarde o temprano acabaré sonriendo. Siempre lo hago. Sólo es cuestión de esperar. Un poco. 

Hoy es el día en que más temprano entro a trabajar. Así que me levanto antes que mis hijas y me voy de casa sin que me oigan. Les he mandado un beso desde el marco de la puerta. No he querido despertarlas. Duermen en una inconsciencia feliz que me tranquiliza. Ya me preocupo yo por ellas. No hace falta despertarlas aún.

Entro en mi coche y, como siempre, voy a encender la radio. Pero no. Me detengo justo un segundo antes de apretar el botón. Si lo hago, las malísimas noticias económicas inundarán mi coche, y por mucho que abra puertas y ventanas, las llevaré prendidas en mi ropa como si fueran olor a tabaco. "¡Por los pelos!" pienso aliviada. No puedo olvidarlo: hoy tengo que escribir un texto feliz. 

Entro en mi instituto y una compañera me pregunta: "¿Ya sabes de qué vas a escribir hoy?". Le digo que no. Sólo sé que va a ser un texto feliz. Ella me mira de arriba abajo y de abajo arriba. "¿Feliz por qué?". Me encojo de hombros. Ni yo misma lo sé. Feliz porque sí. Porque ya va haciendo falta. "Pues suerte, hija" me dice mientras inclina la cabeza dubitativa. "Un texto feliz" - parece pensar. "¡Pues la lleva clara!".

La mañana transcurre con una monotonía insoportable. Parece decidida a arruinar mi artículo. "¡A este paso, como no escriba un chiste...!" -pienso con impaciencia mientras un alumno se equivoca por quinta vez en la pizarra. 

"¿Sabes si ha pasado algo bueno hoy?" -le pregunto a una compañera de departamento. "¿Algo bueno de qué?" "Pues... de lo que sea...". Me mira guiñando los ojos, como si quisiera ver dentro de mí. "Estás muy rara. ¿Te encuentras bien?"

Respiro hondo para no desesperar y voy rápidamente a la próxima clase. Estoy inmersa en la semana de exámenes, y algunos grupos me reciben como si fuese la mensajera de la muerte. Reparto los inofensivos papeles con apenas unas líneas impresas. Es el momento de recoger lo sembrado. Algunos alumnos se afanan, laboriosos, en llenar el folio inmaculado con ideas aprendidas en ocho semanas. Otros me dedican bonitos dibujos que, desafortunadamente, no les servirán para aprobar. 

El colmo llega cuando les toca enfrentarse al examen oral. Salen a la pizarra por parejas, y tienen que desenvolverse en inglés durante un par de minutos. Yo sé que la mayoría pueden hacerlo, lo compruebo a diario. Pero el hecho de saber que es un examen los bloquea. Tengo más confianza yo en ellos que ellos mismos. Se producen las primeras crisis nerviosas, los primeros llantos. Algunos alumnos se agarran a sus parejas de infortunio con tanta fuerza que les hacen protestar: "¡Suéltame, tía, que me arrancas el brazo!".

Lamento estas situaciones de estrés, pero deben pasar por ellas y superarlas. Intento tranquilizarles. Les hablo de los tribunales que les juzgarán en futuros exámenes, de las entrevistas laborales, en las que tendrán que demostrar ser mejores que los demás. De la importancia de que confíen en su propia valía. 

Ellos me miran con los ojos fijos. Se diría que algunos ni siquiera respiran. Ahora mismo parecen una colección de búhos de cerámica expuestos en una vitrina. No puedo evitar sentirlos al borde del precipicio. Ellos probablemente ignoran lo que se les viene encima. El futuro tan difícil que les predicen los analistas más entendidos. Empleos precarios. Sueldos bajos. La responsabilidad de formarlos bien me asfixia. Mi asignatura es clave: inglés. Pero ellos no están preparados para la dureza del mundo. Son aún polluelos sin plumar, en la calidez de su nido.

 Me suplican que les deje hacer el examen oral desde sus pupitres. Intento que entiendan que es absurdo, pues si saben hacerlo desde sus sitios, lo harán igual de bien frente a la pizarra, porque despegar el trasero de sus asientos no les va a resetear el cerebro. Pero no tengo más remedio que ceder. Aunque no es muy ortodoxo, ando ya un poco conmovida. Increíblemente, funciona. Se relajan y hablan como siempre. Intento de nuevo que salgan a la pizarra, y de nuevo me hacen desistir. Batalla perdida. Son el colmo. Se lo digo. Ellos lo saben, y se ríen. "Y tú eres muy buena, profe" -me dicen. "Sí, cuando hago lo que vosotros queréis". A mi edad con halagos. Los dejo sonriendo. La semana que viene lo volveré a intentar. Como que me llamo Pilar que estos acabarán hablando como loros delante de la pizarra. Pero está visto que hoy no. 

"¡Pilar! ¡Ya puedes escribir un texto feliz!" -me dice mi compañera de departamento, pasándome el periódico de hoy abierto por la página de actualidad local. Yo ni lo miro. "He cambiado de idea. Voy a escribir sobre búhos y polluelos". Ella no sabe a qué me refiero, claro, pero esta tarde leerá mi artículo, como hace siempre. Sé que le gustará. Ella también tiene sus aulas repletas de búhos y polluelos. Ojalá algún día lleguen a ser águilas imperiales, gavilanes o halcones. Voy a invitarla a un café. Brindaremos por eso.

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