lunes, 3 de diciembre de 2012

PLAZAS Y PÁNICOS

Todos los países, absolutamente todos, con independencia de su tamaño y de su situación económica actual, tienen lugares emblemáticos que una vez fueron construidos para orgullo de sus gentes y para loa del propio país. Cuando los foráneos los visitamos por primera vez, nos rendimos ante la increíble belleza de algunas de sus construcciones, y las retratamos mil veces para recordar los detalles que más nos impresionaron.
 
De entre todos los lugares emblemáticos de una ciudad, yo siempre he sentido especial predilección por las plazas. A diferencia de los museos, las plazas son lugares abiertos de los que cualquiera puede gozar sin tener que comprar el derecho de visita; no esconden nada, no albergan piezas de valor incalculable semiocultas en salas dispuestas de tal manera que uno necesite de un plano para tener la seguridad de no haberse saltado ninguna; ni tampoco hay que mostrar un profundo respeto, cubrirse hombros y rodillas, descalzarse o guardar un silencio sepulcral. En el colmo de la naturalidad, en las plazas pueden verse grupos de niños jugando, turistas haciendo fotografías, y palomas picoteando alrededor de alguna fuente de agua incesante.
 
A mi entender, las plazas son lugares que pertenecen realmente al pueblo, a la gente de a pie, a todo hijo de vecino, independientemente de su filiación política, de su nivel social o de su religión. Las plazas acogen a propios y extraños, tienen cabida para miles de personas, y como si de su mismísimo corazón se tratase, en ellas confluyen las principales arterias del centro urbano. Se diría que las ciudades enteras comienzan y acaban en sus plazas. Ellas respiran como respiran sus ciudadanos, palpitan como ellos. Sienten lo que ellos sienten. Y hasta tal punto es así que algunos de los acontecimientos más impactantes de la historia de cada país se han producido en sus plazas.
 
¿Quién no recuerda aquella imagen sobrecogedora de un pobre estudiante chino plantándole cara a una hilera de tanques en la Plaza de Tiananmen, en Pekín? ¿Armado con qué? ¡Armado con nada! La plaza fue testigo mudo de su increíble osadía, y hoy no hay persona en el planeta que no asocie el nombre de Tiananmen con este momento histórico.
 
 
Y es que algunas plazas se humanizan, se personifican y encarnan el coraje de sus gentes, sus reivindicaciones, su sufrimiento. Pasan de ser un mero lugar inanimado a ser la suma de todos sus ciudadanos, y se convierten en sus estandartes. ¿O es que la argentina Plaza de Mayo no tiene rostro de mujer? De miles de mujeres, pañoletas en cuello, pancartas en mano, dolor en los ojos. ¿Y la Plaza Roja de Moscú? ¿No resuena en la mente de todos con el paso marcial de los desfiles militares? ¿Y qué me dicen de la Plaza Sintagma? ¿No se les llenan los ojos de griegos enfurecidos, protestando contra la clase política que los ha sumido en la miseria?












Bien, pues de entre todas las plazas del mundo, hay una que me resulta especialmente dolorosa: la Plaza Tahrir, en El Cairo, Egipto.

Egipto, el país de los faraones, de las pirámides, cuya construcción sigue siendo un misterio, el país de los inmensos tesoros ocultos, de la bellísima Cleopatra y del bíblico Moisés, del Nilo, de los dioses Ra, Isis y Osiris, de los papiros y de los jeroglíficos. Egipto, el país que en 2011 luchaba por dejar atrás treinta años de gobierno dictatorial, vio cómo sus habitantes tomaron la plaza, su plaza, con la misma alegría con la que tomaron sus vidas, con la misma fe, con la misma esperanza. Era un momento histórico, el nacimiento de una nueva era, de una nueva sociedad, mejor y más justa.  Era hora de dejar atrás dolores y odios, y de unirse y luchar por el bien común, por el bien de todos.

Cadenas de televisión de todo el mundo retransmitían la increíble explosión de júbilo, el país entero era una fiesta. Y la Plaza Tahrir era el centro neurálgico de todo aquello. Por eso ellas estaban allí. Trabajando. Retransmitiendo. Rodeadas por un equipo de periodistas occidentales y traductores egipcios. Con todos los permisos en regla. Todos los visados. Todos los requisitos. Todos menos uno. Ser hombres. Así de sencillo. Ese fue su pecado. El de todas ellas. No ser hombres. En Egipto.

La turba enloquecida las atacó con la cobarde seguridad que da el anonimato. Entre miles de manifestantes. Aquellas tres mujeres. Periodistas. Occidentales. Una, africana de nacimiento, para una televisión americana. Otra, francesa. La tercera, británica. Casi murieron. Casi. Pero no. No pudieron con ellas. No lo lograron. Al contrario. Renacieron. De todo aquel dolor. De toda la locura. Volvieron a nacer. Y son conscientes de ello. Con todo el poder que algo así supone. Superar el miedo. Todos los miedos. Y decidir volver. A Egipto. Para contarlo.

Son sin duda mujeres especiales. Únicas en su valentía. En su coraje. Para mí, la Plaza Tahrir ya no es la plaza de El Cairo. Ni la de los egipcios. Ni la de la esperanza en una nueva era. Para mí, la Plaza Tahrir es la Plaza de la Victoria. La de tres mujeres occidentales que lograron escapar con vida de una jauría de lobos hambrientos. Sin asomo de humanidad. De compasión. Y ahora, díganme: a una sociedad que comienza así, ¿qué futuro puede esperarle?







 

 

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