jueves, 27 de diciembre de 2012

MI VALENCIA

Me voy a Valencia. A pasar unos días. Con mi familia. A la casa de mi madre, que fue siempre mi casa. Porque yo nací en Valencia ciudad. En Valencia capital, decíamos antes, hasta que las amigas de los pueblos colindantes me dijeron, algo molestas: "¡Hija, dices de la capital con un tonito!". No era cierto, no había tonito en mis palabras, es sólo que Valencia capital lo era en contraposición a Valencia provincia. Pero desde entonces la llamo Valencia ciudad. Me gusta más. La define mejor. La hace más acogedora. Más mía.
 
Falto de allí desde el año 1993. Y aunque parece que fue ayer, es la mitad de mi vida. Cuando me fui de Valencia, por trabajo, acababan de inaugurar el Palau de la Música, y toda la parte nueva del río no existía. En cada uno de mis viajes de vuelta, un trocito de cauce se había transformado: hoy había medio edificio más, hoy parecía que iban a poner un jardín, hoy estaban construyendo una estructura circular la mar de extraña... Era como visitar a alguien que está haciendo un puzle gigante, y comprobar sus avances en cada encuentro.


El resultado final, ya lo conocen muchos de ustedes, es una obra capital de la ingeniería moderna. Capital capital. Aunque a algunos les pese por el gasto monumental que ha supuesto. Atrae de por sí a muchísimos turistas, que pasean por los edificios admirando las construcciones y no tanto lo que estas albergan. Van a verlas de día y de noche, iluminadas con cambiantes luces de colores que le dan al conjunto un ambiente misterioso y seductor al que nadie puede resistirse. Turistas y valencianos retratan incansablemente el antiguo cauce del río, marco incomparable de festejos y celebraciones, tanto de la ciudad como de sus ciudadanos. ¡Pues no quedan bonitos los álbumes de boda, con los vestidos blancos de las novias contrapuestos con el verde vivo de los jardines, los mármoles y los acristalamientos de los edificios, y el azul del cielo mediterráneo! ¡Un filón, oiga!
 
Cada Navidad, mis amigas me dicen: "¿Vas a ver el Oceanográfico? ¿Y la Ciudad de las Artes? ¿Y el Hemisférico?". Todas han estado allí. Todas han quedado impresionadas con aquella maravilla. Todas quisieran volver. Lo recuerdan palmo a palmo, centímetro a centímetro. Me miran con un poquito de envidia. Una pizca nada más. Les brilla en el lagrimal. La noto, licuándose a punto de volverse lágrima. "Pues no. No creo que me acerque por allí. Y eso que vivo justo enfrente del Palau". Ellas se quedan de piedra. No de piedra monumental, marmórea y cambiante según la luz de capricho, sino pura y llanamente de piedra. De roca viva. "¿Y por qué?". Yo suspiro. A ver cómo se lo explico. Para que me comprendan.

Y es que mi Valencia, la que yo llevo en el alma, ya existía mucho antes de que el señor Calatrava pusiese sus ojos en ella. Para mí, mi ciudad no es esa muestra opulenta y modernísima de arquitectura monumental, sino un corazón mucho más humilde y afectivo, lleno de tradiciones, de olor a pólvora y a flores. Mi Valencia es el casco antiguo de la ciudad, donde te abre sus puertas la Catedral, donde las torres del Miguelete y de Santa Catalina te ofrecen los mejores miradores sobre las callejas medievales, la fuente del río Turia con sus acequias, la plaza con las palomas que se abalanzan sobre mi hija pequeña y la convierten en un monstruo plumífero que da tumbos entre carcajadas. Mi Valencia es el recogimiento del interior de la Basílica, con la imagen bellísima de la Madre de los valencianos. Es el chocolate caliente y la fresquísima horchata entre azulejos artesanales. Es el barrio de los gremios y es la inolvidable Casa de los Caramelos.
 
Mis amigas me miran un poco desilusionadas. "Ah, sí, la Catedral...". Sus ojos de turista, ávidos de gigantismo, no comprenden que mi mirada es diferente. Yo contemplo el pasado reflejado en el presente. Yo revivo mi niñez entre las palomas que hoy rodean a mi hija. Yo añoro las ofrendas florales a una Madre que sentí mía en la distancia. Yo me conmuevo hasta las lágrimas entre los peldaños de un torreón estrecho como el túnel del tiempo. Y contemplo a las embarazadas dar nueve vueltas al interior de la Catedral, como hice yo misma antes de los nacimientos de mis tres hijas, como hizo mi madre antes de que naciese yo, y como mi abuela hizo antes de que naciesen sus cinco hijos. Cuando yo vuelvo a Valencia, vuelvo a mi infancia. Y no hay viaje mejor. Ni monumento más vivo.  

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