viernes, 23 de noviembre de 2012

Tutorías y madres

Hoy en el instituto he tenido "tutoría de padres". Es una reunión semanal del tutor con los progenitores de algún alumno, para tratar sobre su marcha en los estudios. La mayoría de las veces vienen avisados porque hemos tenido algún problema de disciplina con el crío en cuestión, o bien vienen trasquilados tras unas notas decepcionantes. Y sólo en alguna ocasión vienen sin motivo aparente, sencillamente para que nos conozcamos.

Pienso que esta reunión debería llamarse "tutoría de madres", porque en un porcentaje muy alto son ellas las que se acercan. Yo lo prefiero. Quizás porque soy madre también, me siento más cómoda con ellas. Nos entendemos bien.

Cuando me pasan el aviso de que ha llegado alguna mamá, salgo de la Sala de Profesores y recorro un pasillo de unos cincuenta metros en penumbra. Allá a lo lejos, iluminada por la luz matinal que invade el hall del instituto, la madre en cuestión me espera. Yo las recibo con cariño, les sonrío y les doy dos besos. Ellas a veces se azoran un poco. Quizás esperaban un saludo más formal. Más frío. Al fin y al cabo, no nos conocemos. Pero yo sí que las conozco un poco. Veo a sus hijos a diario. Y un hijo dice mucho de su madre. Aunque ni siquiera la nombre.

Algunas vienen muy bien vestidas e impecablemente maquilladas, hablan conmigo con soltura y saben perfectamente qué me quieren contar y qué me quieren preguntar. Son madres que transmiten seguridad, y tanto si opinan que el rendimiento insuficiente del hijo es debido al propio niño como a su profesor, demandan soluciones. Entonces, saco del bolso mi agenda, y anoto en perfecto orden los pasos que vamos a seguir. Yo llevo la iniciativa de la conversación, y trato de involucrarlas en el proceso educativo. En un par de semanas volveremos a ponernos en contacto. Su hijo, a menudo un adolescente irreflexivo pero feliz, sabe que si quiere estudiar tendrá que madurar y tomarse las cosas con más seriedad. Pero, la verdad, no tiene ninguna prisa. 

En cambio, otras madres son de procedencia más humilde, muchas veces inmigrantes que no llevan mucho tiempo en nuestra ciudad, en ocasiones con problemas familiares, y casi siempre trabajadoras en condiciones muy precarias. Para ellas es vital que sus hijos tengan la oportunidad que ellas no han tenido. No quieren verlos sufrir aperreados como ellas. No quieren que repitan su historia de escasez, miseria y renuncias. Sus hijos, que perciben este sufrimiento, lo reflejan y se rebelan contra esas circunstancias. 

Para estas madres, la adolescencia no es simplemente un tiempo de cambios biológicos más o menos difícil de sobrellevar. Es ese peligroso periodo en que hombres y mujeres deciden cuál va a ser su camino. Si eligen con responsabilidad les espera esfuerzo y lucha, pero la senda fácil les tienta a diario. Conocen a muchos. No serían los primeros. 



Con ellas no hablo de inglés ni de matemáticas, ni de los exámenes ni de los profesores. Con ellas no hablo de nada, en realidad. Son ellas las que me hablan a mí. Las que me cuentan su historia. Me hablan de su pasado. De su presente. De su soledad y sus miedos. De su dolor. Se abren a mí, una desconocida, con absoluta confianza, sabiendo que su hijo está también un poco en mis manos. Ellas me implican en su proceso vital. Estamos juntas en esto. Codo con codo. En algo tan importante como la formación de una persona. No es una simple reunión académica. Somos dos madres unidas.

Cuando, de nuevo en clase, reparto los exámenes ya calificados, pienso que las notas son sólo un número frío y esquivo, que no refleja la realidad ni por asomo. Para algunos, un 6 es un fracaso, un resultado vergonzoso en alguien con una inteligencia despierta y un entorno feliz; para otros, en cambio, un 6 es, sencillamente, la puerta de la esperanza.

No hay comentarios:

Publicar un comentario