viernes, 16 de noviembre de 2012

TIEMPOS Y DESTIEMPOS

Hoy me he despertado más temprano de lo habitual, y sonreía bajo la ducha pensando en el  interesante artículo que iba a escribir de inmediato sobre mi hija pequeña y sus ocurrencias. Pero no ha podido ser. Nada más salir de debajo del chorro me ha reclamado mi hija mayor, la que anda con muletas por una fractura de tibia y peroné; necesitaba mi ayuda para ir al aseo. Era urgente.
 
En cuanto hemos tropezado un par de veces contra la puerta del cuarto de baño, demasiado pequeño para nuestros movimientos adormecidos aún, se ha despertado mi hija mediana; tenía tanta hambre que le dolía el estómago. Además, hoy se iba de excursión con el cole y necesitaba su mochila, su comida y su gorra, extraviada desde el verano. Mi artículo tenía que esperar un poco más.

  Mientras las llevaba al colegio, pensaba contenta que hoy habría un par de clases en las que me podría permitir un tiempo para mí, quizás no suficiente para redactar el texto por completo pero sí al menos para una buena planificación. Concentración, esa es la clave. Mis cursos de 3º ESO iban a examinarse del tema 2, y eso me daría al menos media hora de tranquilidad en cada clase. Pero tampoco ha podido ser, porque si bien el examen estaba escrito en inglés, a mis alumnos les ha dado por pensar que aquello era chino mandarín, y no entendían nada. A base de recorrer mesas inclinada resolviendo dudas, he agarrado un soberano dolor de espalda y un cabreo supino. 
 
Entre clases y más clases ha llegado la hora de comer, pero no tenía nada preparado en casa y he salido del paso con una ensalada rápida para no perder más tiempo. Al terminar he cometido el error más grave de toda la jornada: sentada en mi sillón, he parpadeado despacio, pesadamente, con una pereza dulzona que ha hecho que se me cerraran los ojos por un momento. Sólo un instante. O eso creía yo. A las cinco de la tarde mi teléfono me ha despertado aullando rabioso: mis hijas salían del cole y tenía que prepararles la merienda porque tenían clase de pintura. 
  
Tres horas más tarde he vuelto a casa, cargada de abrigos y blocs de dibujo. Junto con mi marido, les hemos preparado la cena mientras ellas tres se iban quitando la palabra las unas a las otras contándonos los avatares de sus jornadas. Una vez acostadas por fin, se me plantea una duda existencial: ¿qué hago? ¿me encierro en el estudio y escribo de una vez por todas ese artículo que bulle en mi cabeza, o aprovecho esta media hora que tardaré en caer frita en el sofá, vencida tras el cansancio del día, y converso con mi marido para que a ninguno de los dos se nos olvide que somos pareja, que nos queremos, que tenemos mucho en común y que sabemos que somos lo más importante para el otro? En el colmo del egoísmo, elijo la primera opción. Pero tres minutos más tarde, él entra en el estudio para contarme lo que le ha pasado hoy. Yo respiro aliviada mientras apago el ordenador y salgo al comedor. La felicidad debe de ser esto. El día que nadie me necesite, que nadie me interrumpa y me reclame, el día que tenga todo el tiempo del mundo para escribir, será el día más triste de mi vida. Y no tendré absolutamente nada que decir.

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