martes, 27 de noviembre de 2012

POEMAS Y MARIDOS

Mi marido es mi mejor fan. Sin duda. Algunos dirán que no, que mi mejor fan es mi madre, porque las madres son siempre las más entusiastas defensoras de sus hijos. Y en parte tienen razón. El problema es que mi madre no es imparcial. Ninguna lo es. Y cuando le pido opinión sobre cualquier cosa, no importa cuál, desde un jersey hasta el sabor de los fideos, su respuesta va siempre por la misma linea: todo me sienta perfectamente, todo lo hago bien, en todo me admira. Yo me alegro, porque me levanta el ánimo ver lo orgullosa que está de mí. Pero claro, también las madres de Rajoy y Zapatero lo estarán de sus hijos. Y qué quieren que les diga. No me vale.

En cambio mi marido es imparcial. Objetivo. Si le pregunto su opinión sobre un tema, él me la dará sin dudarlo. Y me la razonará. Nunca es sí porque sí, ni no porque no. Y el hecho de que exprese su opinión con claridad no quiere decir que lo haga de forma abrupta, como esas personas insensibles que dicen: "Yo siempre digo lo que pienso", y aprovechan este razonamiento para arrastrar al interlocutor por el fango más absoluto. Mi marido no. Él analiza lo que se le pide y emite su juicio con honestidad.

Llevo varios días pidiéndole que lea y me comente los artículos que subo en mi blog. Mi norma es: primero los publico, y luego él los lee. No quiero que influya en el resultado. Hasta ahora lo ha hecho de buen grado, y salvo alguna excepción, en general hemos coincidido en nuestras apreciaciones.

Sin embargo, hace un par de días se hizo el remolón. No encontraba un instante para sentarse con calma y leer mi artículo. Bueno, mi artículo no: mi poema. Mi poema del domingo. Yo no quería insistir demasiado, para que no pareciese que estaba esperando sus elogios. Pero lo cierto es que me estaba impacientando. 

Un poema es, a mi modo de ver, el texto más íntimo y personal que existe. No es una opinión sobre algo ajeno que ha sucedido, o una disquisición técnica, o una reflexión más o menos elaborada. Yo consideraría los artículos en prosa como ejercicios intelectuales. Sin embargo, un poema, aunque evidentemente tiene una elaboración lingüística que podríamos considerar técnica, es mucho más que eso. Y de ahí mi interés.

Pero mi marido no lee poesía. Nunca. No le gusta. Al igual que muchas otras personas, piensa que se perderá en la vacía ornamentación del lenguaje, y que no llegará al mensaje, quizás porque ni siquiera haya mensaje al que llegar. Él prefiere las cosas claras: lo blanco, blanco y lo negro, negro.

Ante mi insistencia, y dada la imposibilidad de una negativa, finalmente acabó accediendo. De camino al ordenador iba previniéndome: "Ya sabes que a mí no me gusta la poesía...". Me recordó a Homer Simpson, obligado a asistir a la representación teatral de sus hijos. 

Por fortuna, mi poesía es, al igual que mi prosa, clara, concisa y directa. Él se encogió de hombros y admitió: "Bueno, el poema está bien. Se deja leer". Esto me pareció un triunfo colosal. Optimista como soy, no pude contenerme y le volví a preguntar: "¿Quieres que te enseñe otro?". Él declinó el ofrecimiento con elegancia: "No, gracias. Prefiero esperar al próximo domingo".

Sé que, al igual que mi marido nunca conseguirá que a mí me apasione la ópera tanto como a él, yo nunca conseguiré que él se aficione a la poesía. Después de tanto tiempo, seguimos siendo dos individualidades bien delimitadas. Y es que caminar al lado de alguien no significa dar sus mismos pasos. Significa saber que no se camina solo. Y alguna vez, muy de tanto en tanto, tararear un estribillo común.


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