miércoles, 28 de noviembre de 2012

PILUSHKA

Yo no soy rusa. Soy española. No es que ser rusa sea algo malo. Ni bueno. Es algo circunstancial. Uno es de donde nace. Automáticamente. Como que tres por cuatro son doce. Es así, y punto. Y yo, como digo, soy española. No rusa.

Es algo que habitualmente no voy declarando por ahí. "Hola, buenas tardes. Soy Pilar. Española". De hecho, es algo en lo que nunca pienso, hasta el punto de que cuando en un formulario tengo que rellenar la casilla de la nacionalidad, pienso: "¿Pues qué nacionalidad va a ser, con estos apellidos? ¡Pues española!". Y es que no me cabe otra opción en la cabeza.

Yo tengo varias amigas rusas. Son graciosísimas. Gente muy maja, muy amables y cariñosas. Y muy discretas en el hablar. A veces casi no las oigo, porque parece que susurran. En alguna ocasión las he hecho azorarse tanto con mis chistes, que se han puesto rojas como farolillos encendidos. Una risa total. Yo las aprecio mucho, y sé que ellas a mí también. Pero ellas son ellas, y yo soy yo. Ellas, rusas. Yo, española.

Si alguien se empeñase en decirme que yo soy rusa, me impidiese desenvolverme en mi vida cotidiana en mi idioma materno, y me invadiesen todos los espacios vitales con mensajes de "rusicidad", me sentiría muy enfadada. Pero mucho. Hay cosas sagradas para uno con las que no hay que meterse. Y si la situación se hubiese estado dando durante cincuenta años o más, estaría rebotadísima sin duda. Hasta los mismísimos kataplinoskis.

Por eso, si un político de cualquier partido me invitase a participar en un referèndum sobre si yo soy española o rusa, le votaría a ojos cerrados. Sin pensármelo dos veces. Su política económica, social o sanitaria me parecerían aspectos secundarios. Porque lo más importante es la identidad. Saber quién es uno. Y que lo acepten los demás.

Por eso no entiendo bien qué le ha podido pasar al señor Mas. En qué estaban pensando los catalanes. Me consta que él no es un mal político. O al menos, que no es peor que tantos otros, teniendo en cuenta "el ganao" que nos gobierna y nos ha gobernado. Y tampoco será que los catalanes no se han enterado de su intención de referéndum, porque ha sido prácticamente punto único en su programa electoral. Ha apostado todas sus cartas al catalanismo. Se diría que era lo que la mayoría reclamaba. Se diría que Mas conocía bien sus opciones. Entonces, ¿qué ha pasado?

Pues corríjanme si me equivoco, pero creo que lo que ha sucedido es que ha ganado el catalanismo no excluyente, el nacionalismo no expeditivo, el catalanismo que no considera que el español sea un enemigo invasor del que urja separarse, sino alguien con quien se ha compartido una historia común. Con errores, claro. Pero común.

Su situación me recuerda cuando, hace unos años, mi hermano, recién estrenada su mayoría de edad, le dijo muy seriamente a mi madre: "Mamá, quiero independizarme". Al contrario de lo que él esperaba, ella le dijo con serenidad: "Pues hazlo. Esto no es una cárcel, sino una familia. Aquí está el que quiere estar. Si necesitas irte, vete. Vivas aquí o no, eres mi hijo, y eso no va a cambiar".

Y creo que esa es y debe ser la actitud de España respecto a Cataluña. Como respecto a cualquier otra comunidad que aspire a su independencia. No se debe ser español por obligación, por imperativo legal. Se es español porque se comparten siglos de historia, y desde ese pasado común se apuesta por un futuro también común. Compartido. No subordinado. Adaptado a las nuevas circunstancias y necesidades. Respetuoso. Pero común.

¿Y entonces? Pues entonces quizás se ha demostrado que el independentismo radical, el de la manifestación y la consigna, no es tan mayoritario como podría pensarse. Quizás los lazos comunes entre españoles y catalanes han demostrado ser más fuertes de lo que imaginábamos. Aunque invisibles. Aunque inaudibles. Y me alegro de ello. Porque yo, como dije al principio, no soy rusa. Pero sí que soy, y así me siento, un poco catalana. Y asturiana. Y andaluza. Y aragonesa. Y...

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