sábado, 10 de noviembre de 2012

Perdón por mi silencio


A mis 43 años recién cumplidos, parece que una ya no se asombra de nada. Ya no se escandaliza por nada. No se inmuta por nada. Lejos quedan aquellos años de juventud cuando todo era digno de acalorada discusión, de incansable debate, de defensa a ultranza. Lejos quedan los ideales y las utopías. La templanza, se dice, es virtud que con la edad se alcanza. Y en eso andamos.

A fuerza de considerarla virtud, me he acostumbrado a observar la realidad desde la barrera, tras el grueso cristal del desapego, como aquel que contempla la lluvia desde el interior de su ventana. Muevo la cabeza con la superioridad que dan los años cuando algún compañero se enciende indignado por algún asunto. A mí ya no hay nada que me sulfure. Soy inmune. Y no es por haber trabajado mi personalidad hasta alcanzar un férreo dominio de mí misma. Es que me he convertido en una persona de corcho.

 

Creo que lo que sucede es que he perdido la fe. La fe con mayúsculas. Toda la fe. Cualquier fe. Ya no creo en la derecha ni en la izquierda. Ni en los políticos ni en los sindicalistas. No creo en las huelgas ni en las manifestaciones. No creo en los economistas ni en los empresarios. Ni en los ayuntamientos ni en las autonomías. Y por supuesto, tampoco creo en Europa.

Quizás me pase de escéptica. Como de joven me pasé de ingenua. Yo, como Unamuno, quise creer. Tomar las calles alentada por alguna utopía, aferrarme a las pancartas como a mi vida, formar un gran lazo social para defender las causas más justas... Luego maduré. Abrí los ojos. Sentí en mi cogote el asqueroso aliento de Don Dinero. Sus frías manos. Su larga sombra, que todo lo cubrió.

Ya no creo en las creencias. Me queda sólo el ser humano. El vestigio más sagrado del milagro que es la vida. Así, desnudo y libre, es mi semejante absoluto. Juntos enfrentamos el mundo. No intentamos entenderlo. Sólo seguir ahí. Construyendo un microcosmos de humanidad. Una familia de sangres distintas. Sin pancartas. Sin banderas. Sólo los mismos silencios. Los mismos latidos. Y de vez en cuando, el mismo llanto callado.

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