jueves, 15 de noviembre de 2012

LUZE TUS HUÑAS

Tengo un vicio inconfesable: me muerdo las uñas, a veces hasta hacerme sangre. Lo sé, es muy desagradable y sumamente inapropiado en una persona de mi edad, y más teniendo en cuenta que soy mujer. Pero no puedo evitarlo. 

De pequeña mi madre me hizo probar todos los remedios existentes en la farmacia para evitar que me metiera los dedos en la boca, y me obligó incluso a llevar puestos mis guantes rojos día y noche para que desterrase mi horrible costumbre de una vez por todas. 


Sin embargo, ha pasado el tiempo y aún sigo con la misma manía, recalcitrante y obsesiva. Tras tantos años, tengo los dedos que dan pena. 

Para mí era simplemente un detalle estético sin ninguna importancia. Hasta que me topé con un artículo de psicología que hablaba sobre lo que la imagen de una persona revela sobre su carácter. Y mira por dónde, morderse las uñas resultó ser señal de una personalidad nerviosa e insegura, emocionalmente inestable, inmadura y carente de autoestima y de asertividad. Me ha llevado algún tiempo reconocer que todo aquello era más cierto de lo que yo quería admitir, y aunque sé que nadie es perfecto, tampoco es necesario que los que me rodean conozcan todos mis defectos con sólo echar un vistazo a las puntas de mis dedos. Por eso he decidido poner un doble remedio: el primer viernes de cada mes acudo a un psicólogo que me han recomendado, e inmediatamente después entro en el Salón de Belleza Mari Pili, para que me hagan la manicura francesa. Con uñas postizas, claro. 

Pues bien, esto que resulta tan evidente para casi todos no es distinto a lo que sucede con un tema algo más espinoso: las temidas faltas de ortografía.

Mis alumnos suelen argumentar que una falta de ortografía sólo debería ser reprobada si impide la transmisión del mensaje. Por tanto, ni los acentos mal colocados ni la presencia o ausencia de la letra hache, ni siquiera las confusiones entre b/v son en absoluto relevantes. Es, a su entender, una mera cuestión de elegancia ortográfica, una sutileza comúnmente aceptada por los hablantes de un idioma, que no tiene en realidad ninguna función comunicativa. ¿Qué más da "aire" que "haire", o "vuelo" que "buelo"? Si ni siquiera suenan distinto, ¿por qué tiene que ser correcta una forma y no la otra? Y aún más: ¿por qué se le da tanta importancia a un pequeño e insignificante error de nada?


Pues porque, al igual que mis uñas destrozadas hablan de mi personalidad, la falta de ortografía dice mucho de quien la comete. Dice, por ejemplo, que es una persona poco o nada aficionada a la lectura, probablemente con una inteligencia poco cultivada, con escasa formación académica y nula inquietud intelectual, y en resumen, con un nivel socio-cultural muy bajo.

Mis inocentes alumnos se ríen a carcajadas. "¡Anda, profe! ¿Todo eso por no poner una hache?". No, claro que no. El que tiene boca se equivoca, el que camina tropieza, y al que escribe se le puede colar alguna falta. Pero sólo alguna. Esporádica. Accidental. ¿O es que en condiciones normales caminamos dando tropezones? ¿Tenemos un accidente cada vez que cogemos el coche? ¿Nos olvidamos siempre de la que llevamos cuando sumamos? Pues escribir, queridos alumnos, es tan básico como caminar. Y revela tanta información sobre cómo somos en realidad que más de uno debería considerar al bolígrafo su más fiero enemigo. Lástima que ni siquiera Mari Pili pueda maquillar semejante desastre.

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