martes, 13 de noviembre de 2012

HUELGAS Y OTRAS PESADILLAS

Son casi las seis de la mañana, y tengo los ojos encendidos por el vértigo de una pesadilla. Me arde la frente y me noto el estómago revuelto. Mucho me temo que es el pánico absoluto, y aunque me esfuerzo por evitarlo, lo soñado vuelve a mí con la fuerza de un terremoto. 

En mi sueño, mi hijo Guillermo me pide uno de esos teléfonos de última generación para celebrar su mayoría de edad. Ojalá pudiese comprárselo. Pero no. En mi humildísima cuenta bancaria ya no hay ni para pipas.

Mi hijo Guillermo es casi un hombre. Es comprensivo. Responsable. Maduro. Pero no cede. Quiere su móvil. Me da argumentos: que si sus notas, que sus amigos, que si nunca pidió nada... Y tiene razón. Pero no puedo. Andamos con lo puesto. Se lo repito.

Él se enfurece. Me da una voz. Áspera. Imperativa. Una amenaza. Golpea la mesa. No es culpa suya, él es joven y sólo quiere su teléfono. Se lo merece. Se lo ha ganado. Por ser buen hijo. Y yo lo entiendo. Sí que es buen hijo. Pero no alcanza. No hay para todo.

Me dice, altivo: "No estudiaré". Yo no le creo. "¡No comeré!" ¿Será capaz? Saca un cuaderno, y escribe, serio, en letras grandes: "Quiero mi móvil. ¡Tengo derecho!". Ya no me habla. Mira distinto. Yo le repito en un susurro: "¿No lo comprendes? ¡Si no hay dinero!"



"¡Pues tú sí tienes!" grita colérico. "Tienes tu coche, tu gasolina!" "Lo necesito para el trabajo. No es ningún lujo. ¡No es un capricho!". Pero él no escucha. Ya no me mira. "¡Quiero mi móvil!". No dialoga. Quiere su móvil. Lo quiere ahora.

Entonces llama a sus amigos. A mis vecinos. A los parientes. Todos me miran desde el silencio. "¡Cómprale el móvil!", me dice uno. "Si quieres, puedes; ¡busca el dinero!". "Si es tu hijo, no se lo niegues". Si yo quisiera... pero no puedo.

Se forman bandos organizados. Van con pancartas y con banderas. Gritan consignas, enfurecidos: "¡Cómprale el móvil! ¡Tiene derecho!".

Entonces viene un representante, que se ha ofrecido a poner talante. Me da la mano y está tan fría que se diría que está nevando. Dice de pronto: "¡O el móvil... o tu hijo!". Y yo sollozo: "¿Con qué dinero?". El representante se encoge de hombros, da media vuelta, toma a mi hijo como a un amigo, y le oigo decir: "No hay voluntad... ¡vaya una madre! Eres su esclavo, o eso se cree. ¡Tendremos lucha, tendremos sangre! Son tus derechos. Tú no te arredres".

Entonces me despierto. En la calle, amortiguados por la distancia, empiezan a oirse los primeros gritos de los piquetes. Me levanto y sin dar la luz me asomo a la habitación de Guillermo, que duerme tranquilo. Hoy cumple 18 años, y yo ya tengo su iphone en el cajón de mi mesita, bien envuelto y con un lacito dorado. Un sudor frío me recorre la espalda. Espero que la dueña del piso en el que vivo sea comprensiva y no me apriete con el alquiler. Este mes tampoco podré pagarle. Menos mal que es una mujer estupenda. Alemana, creo. Se llama Ángela.

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