miércoles, 21 de noviembre de 2012

De Zapatero a las mascotas virtuales

Es bien sabido que el idioma de un pueblo no sirve sólo para comunicarse y transmitir mensajes. La lengua es mucho más que eso. Da forma a la expresión del alma, como cuando una madre le habla a su bebé, que aunque no comprende el idioma, capta el cariño que la voz transmite. Expresa la cultura de un pueblo, como en la literatura. Encarna su historia, como en los himnos. Y en general impregna los nombres propios de lugares y personas, como en los topónimos o en los apellidos.
 
Yo nací en Valencia, tierra con dos lenguas oficiales, el castellano y el valenciano. De la lengua española proviene mi nombre, Pilar. Y de la lengua valenciana, mi segundo apellido, Puchades, que significa "subidas". Esto sucede con muchos apellidos en cualquier idioma, que además de serlo, son sustantivos comunes en la lengua del lugar; es el caso de algunos políticos conocidos, como "Zapatero" o "Camps", como "Bush" o "Le Pen".
 
Y al igual que al líder socialista Zapatero lo conocemos principalmente por su apellido y no por su nombre, también a mi mejor amiga de la infancia la hemos llamado siempre por su primer apellido, breve y contundente, sonoro y cercano: Pou, que significa "pozo". Ahora que el tiempo parece haber volado y mi niñez me queda ya tan lejana, la sola mención de este apellido me devuelve a ella con la rapidez de un parpadeo, con la inmediatez de un aroma. Y no se trata sólo de recordar los hechos que jalonaron mis primeros años: es algo mucho más poderoso. Vuelvo a tener cinco años. Ocho. Doce. Mi amiga y su apellido son la prueba palpable de que yo, alguna vez, fui niña. Y sin excusas vuelvo a sentirme inocente. Protegida. Feliz.
 
Sin embargo, ahora este apellido corre de boca en boca, salta de teléfono en teléfono, vive mimado y atendido por cientos, miles, de dedos tecleantes. Ahora todo el mundo tiene su Pou. Un Pou por teléfono. Millones de Pous en el mundo. Cada uno es distinto a sus congéneres: yo los he visto gordos y flacos, con gafas y sin ellas, con bigote y con melena. Hay Pous para todos los gustos. Y son sencillísimos de obtener. Y no cuestan dinero. ¿Te enseño mi Pou? ¿Ya tienes tu Pou?
 
Y la verdad es que desde entonces ando desasosegada, como alma en pena a punto del sacrilegio. Cada vez que oigo el monosílabo dichoso me da un vuelco el corazón, se me saltan las lágrimas, me duele mi infancia. Sólo recuerdo una ocasión parecida, en que conocí a alguien cuyo nombre me era imposible pronunciar. Un compañero de trabajo. Primero creí que era una broma. Luego, que era un revolucionario. Después comprendí que era sólo cuestión de familia. Se llamaba y se sigue llamando, al igual que su padre y su hijo, Jesucristo.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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