viernes, 30 de noviembre de 2012

TECNOLOGÍA Y PAREJAS

Poner fin a una relación de pareja nunca ha sido un plato fácil ni placentero. El que decide poner punto y final a su relación se expone a ciertos riesgos que no tiene más remedio que asumir. En las manos de su ex queda la posibilidad de que la despedida sea elegante y privada o de que uno acabe vilipendiado y criticado en los círculos más o menos íntimos de su antiguo amor.

En los tiempos de mi madre, según ella me cuenta, los despechados se desquitaban revelando en sus respectivos grupos de amigos algunos suculentos detalles íntimos de las aficiones carnales de sus exparejas. Evidentemente a espaldas de la parte afectada. Así, la fantasía se disparaba, y donde probablemente sólo había habido una práctica tradicional, pacata y más bien infrecuente, de repente se diría que los amantes se habían dejado llevar por la lujuria más desenfrenada. De esta manera, la honra de la chica quedaba mancillada para siempre, y de la caballerosidad del chico no quedaba ni rastro. 

Hoy en día muchas cosas han cambiado. Las chicas ya no quieren ser recatadas, la sexualidad se afronta desde el prisma de la normalidad, de la naturalidad, y los chicos no creen que por acostarse con su novia le estén arrebatando la honra ni el buen nombre. Muy al contrario, la chica será considerada tontaina y remilgada si no se entrega con pasión a lo que parece venir implícito en una relación, aunque a nivel de implicación emocional dicha relación no sea más que una amistad de escaso calado y nulas expectativas de futuro. "Carpe diem" parece ser el lema que rige hoy, y no sólo entre los jóvenes.

Y sin entrar a detallar qué prácticas sexuales hemos adquirido, cuáles han evolucionado y han ganado en refinamiento, y cuáles se han abandonado, quizás por ser excesivamente anodinas, sí que comentaré algo que en otros tiempos era casi imposible debido a que la tecnología no se había desarrollado ni generalizado como hoy: las grabaciones.

Y es que, efectivamente, parece que hay un placer íntimo y secreto en el hecho de grabar la relación sexual con la pareja. El cine nos ha mostrado que esto empezó siendo una práctica propiamente masculina, hasta el punto de que la mujer no era consciente de que estaba siendo filmada, para lo cual la cámara en cuestión se ocultaba maquiavélicamente en el mobiliario de la habitación. Las imágenes quedaban para el visionado único del hombre, para su uso y disfrute personal, una especie de masturbación fetichista basada en contemplar en soledad una y otra vez los momentos compartidos. 

Hoy no. Hoy la grabación se hace de mutuo acuerdo, la chica sabe perfectamente que está siendo grabada, y como una estrella de cine, puede contonearse y coquetear con la cámara tanto como con su amante. El visionado posterior es también común, y finalmente ambos se llevan la grabación en sus teléfonos móviles para disfrutarla otra vez en soledad. En soledad, pero sin engaños.

 E incluso más de una mujer se ha grabado dando rienda suelta a su imaginación en la quietud de su dormitorio, y ha enviado estas imágenes a su amante como un regalo, para que él tenga la seguridad de que ella piensa en él, y para que se sienta orgulloso de cuantas curvas y recovecos luce su anatomía. Y es que el amor es tan generoso, y tan, pero tan confiado...

Pero el problema surge cuando la pareja se rompe. Entonces, todo ese material grabado quema en el móvil, recuerda fieramente lo que ya se terminó, probablemente con dolor y rabia, y pugna por salir. Y al igual que mi madre contaba que en los corrillos de amigos se llevaba a cabo la venganza, ahora la tecnología nos permite que esta se haga totalmente pública al subir las grabaciones por internet. Eso supone que cualquier persona en cualquier lugar del mundo tiene acceso inmediato a las imágenes. Cualquier persona, tenga la relación que tenga con los miembros de la pareja: familiar, laboral, académica, vecinal, profesional... Y sin que ni siquiera la víctima de la venganza lo sospeche, su cuerpo desnudo, sus gemidos o alaridos, sus posturas y gestos, y otros detalles pertenecientes a la más estricta intimidad circulan por la red sin que nadie pueda evitarlo.

Y es que una vez más comprobamos que, tristemente, lo único que ha evolucionado es la tecnología. El ser humano sigue siendo decepcionantemente cavernícola en el manejo de sus emociones, sigue siendo incapaz de digerir un abandono, y continúa urdiendo las mismas venganzas, con la diferencia de que ahora tiene el mundo entero a un solo click de distancia.

jueves, 29 de noviembre de 2012

NAIPES ESPAÑOLES

Los que nacimos en España un poco antes de los años 70 hemos tenido la sensación en nuestra vida de que todo ha ido siempre a mejor. Desde aquel milagroso paso del hombre en la luna visto en los primeros televisores, pasando por el final de un periodo dificilísimo que se había iniciado con la guerra civil de nuestros abuelos, todo, absolutamente todo, eran mejoras: mejoras evidentes a nivel tecnológico, mejoras en las condiciones sociales, laborales y económicas. Mejoras, en fin, de las que llegan a cada casa y a cada familia. Mejoras que, asumimos, habían llegado para quedarse.

Y salvo alguna crisis puntual, así fue. Se quedaron con nosotros durante tres décadas: la de los 80, la de los 90 y la del inicio del nuevo milenio. Superamos con éxito predicciones nefastas sobre el fin del mundo, y los avances tecnológicos nos permitieron una globalización que auguraba mayores posibilidades, mayor desarrollo, mayor bienestar. 

En este periodo fuimos una sociedad alegre y dinámica. Nos esforzamos por cerrar definitivamente las profundas heridas que los odios de la guerra habían dejado en el seno de nuestro pueblo, y reconquistamos paso a paso nuestras aplastadas identidades distintivas, consiguiendo en este sentido más descentralización de la que algunos jamás soñaron.

Los españoles empezábamos a creernos de verdad eso de que éramos europeos. Que no éramos los paletos que habíamos sido en otros tiempos. Los pacatos. Los reprimidos. Viajábamos a países remotos y regresábamos cargados de fotografías que testimoniaban que, efectivamente, estuvimos allí. 

En estas décadas pasamos de ser un país de emigrantes a un país receptor de inmigración, de ser los Pérez y González de siempre a descubrir en nuestras calles otros colores, otros rasgos, otras vestimentas. Nuestra población se multiplicaba: los ancianos aumentaban su esperanza de vida, y la tasa de mortalidad infantil, al igual que la de analfabetismo, eran prácticamente inexistentes. 

En cada ciudad y en cada pueblo, sin importar su tamaño, se construyeron envidiables instalaciones deportivas y recreativas, se mejoraron las carreteras, y se ampliaron los límites de los centros urbanos con adosados, chalets e incluso urbanizaciones privadas. Palpábamos el crecimiento a diario, en cada aspecto de la sociedad. Era algo imparable. Un país en pleno desarrollo. Privilegiado. Sin límites. Sin fronteras.
Hasta rozamos el delirio colectivo cuando nuestra selección nacional de fútbol demostró ser la mejor del planeta. Aquello fue la confirmación, más allá de toda duda, de que éramos invencibles. Planetariamente invencibles. Nosotros. Los españoles. 

De todo aquello hace cuatro años. Sólo cuatro. Comparados con las tres décadas de crecimiento ininterrumpido, cuatro años son un suspiro. Un parpadeo. ¿Qué país no ha tenido un periodo de decrecimiento en su escalada general hacia el bienestar? Ajuste, creo que lo llaman. Un pequeño retroceso que sirve para recoger beneficios, o para reinvertir en estructuras o para acometer cualquier otra intervención que no vaya a producir beneficios directos. Ya digo: cuatro años. Total, ná.

Y sin embargo, cuatro años después de nuestro mejor momento económico, nos encontramos como país en la ruina más absoluta. Nadie da un duro por nosotros. Tenemos unas deudas que nos cercenan cualquier posibilidad de desarrollo. Como población, nos hemos despertado de repente con un bofetón: ¿Pero de dónde han salido esas deudas astronómicas? ¿Quién las ha contraído? ¿Quién ha sido el irresponsable que ha gastado más de lo que teníamos? ¿Pero cómo? ¿Que nada de lo construido se ha pagado todavía? ¡Pero si está en pie años ya! ¿Que los políticos han manejado las Cajas de Ahorro a su antojo? ¿Que los sindicatos han estado recibiendo millones de euros de manos de los partidos en el poder? ¿Y todo esto se ha hecho a nuestras espaldas? 

Ahora miramos atónitos a derecha e izquierda, y tenemos la sensación de que nadie, absolutamente ninguno de nuestros gobernantes, se ha comportado con honestidad. Ni a nivel nacional, ni autonómico, ni local. Ni los de un partido ni los de ningún otro. Los que se suponía que iban a velar por nuestros intereses se han aprovechado de nuestra confianza, y nos han procurado la ruina. Políticos, sindicalistas, banqueros, grandes empresarios, incluso jueces.
 
De repente se nos derrumba el castillo de naipes y comprendemos que estábamos viviendo en un espejismo. El daño es brutal. De día en día estamos perdiendo derechos sociales que creíamos inherentes al hecho de ser español, ese tan cacareado "estado del bienestar" que consistía en cubrir las necesidades básicas universales, como son la sanidad, la educación y la justicia. Estamos perdiendo nuestros empleos y nuestros pisos. Y nos tenemos que resignar ante el hecho de que nuestros hijos, con estudios universitarios o sin ellos, se vean obligados a emigrar al igual que habían hecho sus abuelos medio siglo antes.

Y junto con todas estas tragedias cotidianas, considero que se nos ha causado un mal que, si bien es menos visible y menos palpable, es si cabe todavía más profundo: hemos perdido la fe. Pero no la fe religiosa, que esa hace mucho que se perdió. Sino la fe en nuestras posibilidades reales de construir un futuro posible. No hay nadie que nos merezca la más mínima credibilidad. Ni por honestidad, ni por capacidad, ni por posibilidad, pues parece que ahora nuestro futuro inmediato se nos ha escapado de las manos como país y está en manos alemanas, a merced de los vientos irracionales de los mercados y de la volatilidad incontrolable de algo llamado "la prima de riesgo".

Hemos despertado de nuestra ingenua y bienintencionada irrealidad, y ahora nos están aplastando el gaznate contra una inmensa mierda de elefante. Nosotros, obligados a respirar por necesidad vital, limpiaremos el desastre. Pagaremos las deudas. Las de los bancos. Unas deudas que no contrajimos pero que nos corresponde pagar. Y lo haremos a fuerza de hambre y de miseria. La nuestra. La de nuestros hijos. Y quién sabe si también la de nuestros nietos.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

PILUSHKA

Yo no soy rusa. Soy española. No es que ser rusa sea algo malo. Ni bueno. Es algo circunstancial. Uno es de donde nace. Automáticamente. Como que tres por cuatro son doce. Es así, y punto. Y yo, como digo, soy española. No rusa.

Es algo que habitualmente no voy declarando por ahí. "Hola, buenas tardes. Soy Pilar. Española". De hecho, es algo en lo que nunca pienso, hasta el punto de que cuando en un formulario tengo que rellenar la casilla de la nacionalidad, pienso: "¿Pues qué nacionalidad va a ser, con estos apellidos? ¡Pues española!". Y es que no me cabe otra opción en la cabeza.

Yo tengo varias amigas rusas. Son graciosísimas. Gente muy maja, muy amables y cariñosas. Y muy discretas en el hablar. A veces casi no las oigo, porque parece que susurran. En alguna ocasión las he hecho azorarse tanto con mis chistes, que se han puesto rojas como farolillos encendidos. Una risa total. Yo las aprecio mucho, y sé que ellas a mí también. Pero ellas son ellas, y yo soy yo. Ellas, rusas. Yo, española.

Si alguien se empeñase en decirme que yo soy rusa, me impidiese desenvolverme en mi vida cotidiana en mi idioma materno, y me invadiesen todos los espacios vitales con mensajes de "rusicidad", me sentiría muy enfadada. Pero mucho. Hay cosas sagradas para uno con las que no hay que meterse. Y si la situación se hubiese estado dando durante cincuenta años o más, estaría rebotadísima sin duda. Hasta los mismísimos kataplinoskis.

Por eso, si un político de cualquier partido me invitase a participar en un referèndum sobre si yo soy española o rusa, le votaría a ojos cerrados. Sin pensármelo dos veces. Su política económica, social o sanitaria me parecerían aspectos secundarios. Porque lo más importante es la identidad. Saber quién es uno. Y que lo acepten los demás.

Por eso no entiendo bien qué le ha podido pasar al señor Mas. En qué estaban pensando los catalanes. Me consta que él no es un mal político. O al menos, que no es peor que tantos otros, teniendo en cuenta "el ganao" que nos gobierna y nos ha gobernado. Y tampoco será que los catalanes no se han enterado de su intención de referéndum, porque ha sido prácticamente punto único en su programa electoral. Ha apostado todas sus cartas al catalanismo. Se diría que era lo que la mayoría reclamaba. Se diría que Mas conocía bien sus opciones. Entonces, ¿qué ha pasado?

Pues corríjanme si me equivoco, pero creo que lo que ha sucedido es que ha ganado el catalanismo no excluyente, el nacionalismo no expeditivo, el catalanismo que no considera que el español sea un enemigo invasor del que urja separarse, sino alguien con quien se ha compartido una historia común. Con errores, claro. Pero común.

Su situación me recuerda cuando, hace unos años, mi hermano, recién estrenada su mayoría de edad, le dijo muy seriamente a mi madre: "Mamá, quiero independizarme". Al contrario de lo que él esperaba, ella le dijo con serenidad: "Pues hazlo. Esto no es una cárcel, sino una familia. Aquí está el que quiere estar. Si necesitas irte, vete. Vivas aquí o no, eres mi hijo, y eso no va a cambiar".

Y creo que esa es y debe ser la actitud de España respecto a Cataluña. Como respecto a cualquier otra comunidad que aspire a su independencia. No se debe ser español por obligación, por imperativo legal. Se es español porque se comparten siglos de historia, y desde ese pasado común se apuesta por un futuro también común. Compartido. No subordinado. Adaptado a las nuevas circunstancias y necesidades. Respetuoso. Pero común.

¿Y entonces? Pues entonces quizás se ha demostrado que el independentismo radical, el de la manifestación y la consigna, no es tan mayoritario como podría pensarse. Quizás los lazos comunes entre españoles y catalanes han demostrado ser más fuertes de lo que imaginábamos. Aunque invisibles. Aunque inaudibles. Y me alegro de ello. Porque yo, como dije al principio, no soy rusa. Pero sí que soy, y así me siento, un poco catalana. Y asturiana. Y andaluza. Y aragonesa. Y...

martes, 27 de noviembre de 2012

POEMAS Y MARIDOS

Mi marido es mi mejor fan. Sin duda. Algunos dirán que no, que mi mejor fan es mi madre, porque las madres son siempre las más entusiastas defensoras de sus hijos. Y en parte tienen razón. El problema es que mi madre no es imparcial. Ninguna lo es. Y cuando le pido opinión sobre cualquier cosa, no importa cuál, desde un jersey hasta el sabor de los fideos, su respuesta va siempre por la misma linea: todo me sienta perfectamente, todo lo hago bien, en todo me admira. Yo me alegro, porque me levanta el ánimo ver lo orgullosa que está de mí. Pero claro, también las madres de Rajoy y Zapatero lo estarán de sus hijos. Y qué quieren que les diga. No me vale.

En cambio mi marido es imparcial. Objetivo. Si le pregunto su opinión sobre un tema, él me la dará sin dudarlo. Y me la razonará. Nunca es sí porque sí, ni no porque no. Y el hecho de que exprese su opinión con claridad no quiere decir que lo haga de forma abrupta, como esas personas insensibles que dicen: "Yo siempre digo lo que pienso", y aprovechan este razonamiento para arrastrar al interlocutor por el fango más absoluto. Mi marido no. Él analiza lo que se le pide y emite su juicio con honestidad.

Llevo varios días pidiéndole que lea y me comente los artículos que subo en mi blog. Mi norma es: primero los publico, y luego él los lee. No quiero que influya en el resultado. Hasta ahora lo ha hecho de buen grado, y salvo alguna excepción, en general hemos coincidido en nuestras apreciaciones.

Sin embargo, hace un par de días se hizo el remolón. No encontraba un instante para sentarse con calma y leer mi artículo. Bueno, mi artículo no: mi poema. Mi poema del domingo. Yo no quería insistir demasiado, para que no pareciese que estaba esperando sus elogios. Pero lo cierto es que me estaba impacientando. 

Un poema es, a mi modo de ver, el texto más íntimo y personal que existe. No es una opinión sobre algo ajeno que ha sucedido, o una disquisición técnica, o una reflexión más o menos elaborada. Yo consideraría los artículos en prosa como ejercicios intelectuales. Sin embargo, un poema, aunque evidentemente tiene una elaboración lingüística que podríamos considerar técnica, es mucho más que eso. Y de ahí mi interés.

Pero mi marido no lee poesía. Nunca. No le gusta. Al igual que muchas otras personas, piensa que se perderá en la vacía ornamentación del lenguaje, y que no llegará al mensaje, quizás porque ni siquiera haya mensaje al que llegar. Él prefiere las cosas claras: lo blanco, blanco y lo negro, negro.

Ante mi insistencia, y dada la imposibilidad de una negativa, finalmente acabó accediendo. De camino al ordenador iba previniéndome: "Ya sabes que a mí no me gusta la poesía...". Me recordó a Homer Simpson, obligado a asistir a la representación teatral de sus hijos. 

Por fortuna, mi poesía es, al igual que mi prosa, clara, concisa y directa. Él se encogió de hombros y admitió: "Bueno, el poema está bien. Se deja leer". Esto me pareció un triunfo colosal. Optimista como soy, no pude contenerme y le volví a preguntar: "¿Quieres que te enseñe otro?". Él declinó el ofrecimiento con elegancia: "No, gracias. Prefiero esperar al próximo domingo".

Sé que, al igual que mi marido nunca conseguirá que a mí me apasione la ópera tanto como a él, yo nunca conseguiré que él se aficione a la poesía. Después de tanto tiempo, seguimos siendo dos individualidades bien delimitadas. Y es que caminar al lado de alguien no significa dar sus mismos pasos. Significa saber que no se camina solo. Y alguna vez, muy de tanto en tanto, tararear un estribillo común.


lunes, 26 de noviembre de 2012

PRIMAVERA EN OTOÑO

Este sábado pasado, allá a las doce del mediodía, sin previo aviso ni cordón policial que me previniese, me topé sin yo esperarlo con la primavera. Como lo oyen. Allí estaba. Silente. Tímida. Ingenuamente adormecida. En unas escaleras cualesquiera de un edificio público cualquiera, probablemente recortado en sus horarios y en su plantilla. Claro que la primavera de eso no entiende. Ella se dedica a florecer, tan atemporal como intrínseca, tan impetuosa como delicada. Yo no estaba preparada para el encuentro. Subía con la guardia baja. Silbaba apenas un estribillo, sin agarrarme a la baranda. Entonces la vi. A la primavera, digo. Y casi me echo a llorar. De la ternura. Cuando ya no confiaba. Cuando asoma el duro invierno. Y resulta que ella vive. Escaleras adentro.
 
Un jovencísimo muchacho, con las manos en los bolsillos, apoyaba contra la pared interior del edificio su larguísima silueta. Iba uniformado en azul marino, flamante en su papel de músico en descanso. Acercaba sus labios preñados de secretos hacia una tímida muchacha que, azorada, sacudía dulcemente su sonrisa y su melena. Sobraba la voz. Bastaba el silencio. No había entre ellos más roce que el roce del tiempo. Y sin embargo eran uno.
 
Me sentí extraña.  Invasora de una intimidad que no me incluía. No osé mirarlos de frente. No se fuese a quebrar su magia como estallan los vidrios, llenándolo todo de añicos de dolor. O de llanto. Sólo dejé escapar un par de reojos, lánguidos en apariencia pero indómitos en espíritu. Llámense celos, si eso es posible. No me atreví a saludar. Ellos no me vieron. Quizás sintieran, si acaso, apenas una sombra. Pendientes el uno del otro, el mundo a su alrededor no existía. Yo quise detenerme. Preguntarles: "¿Saben que son ustedes la primavera?". Me habrían llamado loca, pues ¿sabe la primavera que lo es? Déjenme dudarlo. Así que seguí caminando, cabizbaja y de puntillas de vuelta a un otoño más que desolado.
 
Este sábado volveré al mismo rincón. Sé que no he de hallar a la pareja. Pero quizás, sólo quizás, flote aún el aroma de la hierba recién cortada, los reflejos del rocío sobre el pétalo reciente, o alguna mariposa. Yo, con mis hojas rotas por el viento, suspiraré atardeceres. Aún no es tiempo de nieve. Pero ya la intuye mi horizonte.
 
 
 
 

sábado, 24 de noviembre de 2012

MI ABUELA



Mi abuela
I
Mi abuela me enseña a olvidar las memorias,
A agarrar el nuevo día por los cuernos,
A darle un garbeo por otras
Latitudes,
Y a no engancharlo
Nunca engancharlo
A llantos pasados.
Le agradezco
Esta sabia eternidad de días nuevos,
Este saco de osadías no estrenadas,
Esta ingenua honestidad
Para con uno.
Dice que el pasado siempre es malo,
Que hay desgarros sin sentidos ni remedios,
Que lo que haya por llegar es lo que vale,
Que la experiencia es engaño,
Y que viven de verdad
Sólo los niños.
Mi abuela tiene noventa
Y seis
Abriles de sol generoso
Y un inmenso impulso de vida
Que nadie se explica.
Todos los ojos la siguen celosos
Cuando abre su puerta en las mañanas
Para salir a pasear por el barrio
Oliendo a la sal
Del mar
Que le bulle.
II
Uno esperaría
De una señora de edad
Que se comportase tristemente con los muertos,
Que les honrase las glorias
Y les rezase algún salmo,
Que les limpiase los marcos antiguos de fotos antiguas,
Y que rompiese a llorar
De vez en cuando.
Mi abuela no.
Manda al carajo a los muertos, a los vivos. a los idos
Y a los olvidados.
Dice que vive el que quiere vivir
Y que hay razones de orgullo
Para atarse al pleno sol de cada mayo,
Que no pasarán
Por encima de su hambre de vida,
Y que siempre es pronto para morir,
Y que vaya putada.
III
Hoy recupero a mi abuela.
A fuerza de verla existir
No me sorprendo,
Pero roza la centena y sonriendo,
Carcajeada más bien
De tanta historia lamentada.
Tres veces pilar:
Por nombre, por origen y por absoluta vocación de resistencia.
No hay por donde no pasó:
Estrechas y anchas,
Duras y muy duras,
Pero hija,
Ni así
Se afloja.
Como en garras agarra
Cada rayo de sol
Que se le ofrece,
Y se arremanga las faldas
Para echarse a bailar
Al son de sus años.

El portal de Rajoy (oy oy oy)

Hasta el Vaticano han debido de llegar noticias de la grave crisis que está atravesando nuestro país. Y ellos, solidarios como son, de inmediato han aplicado en carne propia la filosofía de Rajoy, y se han puesto a recortar como locos. Tanto que, a mi modo de ver, se han pasado cuatro pueblos.

Lo primero que suprimieron fue el purgatorio. Bueno, suprimirlo no, sólo cerraron su sede social, que los edificios tienen mucho gasto; lo han dejado on-line: sabes que existe, pero no dónde se encuentra. No me pareció mal. Era, según tengo entendido, una especie de sala de espera previa a la decisión final. Eterna, nada menos. Me la imagino abarrotada de almas en pena mordiéndose las uñas. Un estrés, oiga. Peor que esperar las notas de la Selectividad. Ahora pasaremos la espera en nuestra cajita de pino, tan ricamente. Y también suprimieron la salita anexa, el limbo, donde iban los bebés que morían sin bautizar. Pues qué quieren que les diga. Pues eso.

El año pasado suprimieron también el infierno. Bueno, aún funciona su página web, por si lo necesitan. Como lo oyen. De un plumazo. No sé si hubo referéndum o si fue simple y llanamente un decretazo. Tantas almas en pecado suponen un gasto difícilmente soportable, y al fin y al cabo, escapaban de las competencias propiamente dichas de la Iglesia. ¡Ah! ¡Haber sido buenos! Y eso sin hablar de la cantidad de gasoil que hace falta para mantener el lugar a tan altísima temperatura. Nada, nada. Se cerró el chiringuito y punto. No hay dinero, no hay opción. Tampoco lo lamenté demasiado, para qué les voy a mentir.

¡Pero lo de este año ya es el colmo! ¡Anda que no podían haber suprimido de otras partidas! Menos santos, por ejemplo, que hay más que días tiene el año. De todas formas no los íbamos a poder celebrar. Y menos estaciones en la Pasión. Si al final tiene que pasar lo que tiene que pasar, ¿para qué tanto mareo? Abreviando, que es gerundio. Menos apóstoles, ¿para qué doce? Si nadie se sabe todos los nombres.

¡Pero por el amor de Dios, literal! ¡Suprimir la mula y el buey! ¡Ni que fueran los toros de Tordesillas! ¡Si estos estaban siempre ahí, tumbaditos en el portal, sin molestar a nadie! ¿Que comían demasiado? Bueno, pero... ¿Que el efecto invernadero estaba acabando con los pastos de la zona? Ya, pero... ¿Que no se conformaban con el pienso? ¿Ni había sitio en el portal para almacenar los sacos? 



Y lo que me parece peor es que, como dice el dicho, a río revuelto ganancia de pescadores. Porque tanto suprimir, tanto recortar... ¡¡¡¡pero a la estrella, que antes era fugaz, ahora la han ascendido a Supernova!!!!

viernes, 23 de noviembre de 2012

Tutorías y madres

Hoy en el instituto he tenido "tutoría de padres". Es una reunión semanal del tutor con los progenitores de algún alumno, para tratar sobre su marcha en los estudios. La mayoría de las veces vienen avisados porque hemos tenido algún problema de disciplina con el crío en cuestión, o bien vienen trasquilados tras unas notas decepcionantes. Y sólo en alguna ocasión vienen sin motivo aparente, sencillamente para que nos conozcamos.

Pienso que esta reunión debería llamarse "tutoría de madres", porque en un porcentaje muy alto son ellas las que se acercan. Yo lo prefiero. Quizás porque soy madre también, me siento más cómoda con ellas. Nos entendemos bien.

Cuando me pasan el aviso de que ha llegado alguna mamá, salgo de la Sala de Profesores y recorro un pasillo de unos cincuenta metros en penumbra. Allá a lo lejos, iluminada por la luz matinal que invade el hall del instituto, la madre en cuestión me espera. Yo las recibo con cariño, les sonrío y les doy dos besos. Ellas a veces se azoran un poco. Quizás esperaban un saludo más formal. Más frío. Al fin y al cabo, no nos conocemos. Pero yo sí que las conozco un poco. Veo a sus hijos a diario. Y un hijo dice mucho de su madre. Aunque ni siquiera la nombre.

Algunas vienen muy bien vestidas e impecablemente maquilladas, hablan conmigo con soltura y saben perfectamente qué me quieren contar y qué me quieren preguntar. Son madres que transmiten seguridad, y tanto si opinan que el rendimiento insuficiente del hijo es debido al propio niño como a su profesor, demandan soluciones. Entonces, saco del bolso mi agenda, y anoto en perfecto orden los pasos que vamos a seguir. Yo llevo la iniciativa de la conversación, y trato de involucrarlas en el proceso educativo. En un par de semanas volveremos a ponernos en contacto. Su hijo, a menudo un adolescente irreflexivo pero feliz, sabe que si quiere estudiar tendrá que madurar y tomarse las cosas con más seriedad. Pero, la verdad, no tiene ninguna prisa. 

En cambio, otras madres son de procedencia más humilde, muchas veces inmigrantes que no llevan mucho tiempo en nuestra ciudad, en ocasiones con problemas familiares, y casi siempre trabajadoras en condiciones muy precarias. Para ellas es vital que sus hijos tengan la oportunidad que ellas no han tenido. No quieren verlos sufrir aperreados como ellas. No quieren que repitan su historia de escasez, miseria y renuncias. Sus hijos, que perciben este sufrimiento, lo reflejan y se rebelan contra esas circunstancias. 

Para estas madres, la adolescencia no es simplemente un tiempo de cambios biológicos más o menos difícil de sobrellevar. Es ese peligroso periodo en que hombres y mujeres deciden cuál va a ser su camino. Si eligen con responsabilidad les espera esfuerzo y lucha, pero la senda fácil les tienta a diario. Conocen a muchos. No serían los primeros. 



Con ellas no hablo de inglés ni de matemáticas, ni de los exámenes ni de los profesores. Con ellas no hablo de nada, en realidad. Son ellas las que me hablan a mí. Las que me cuentan su historia. Me hablan de su pasado. De su presente. De su soledad y sus miedos. De su dolor. Se abren a mí, una desconocida, con absoluta confianza, sabiendo que su hijo está también un poco en mis manos. Ellas me implican en su proceso vital. Estamos juntas en esto. Codo con codo. En algo tan importante como la formación de una persona. No es una simple reunión académica. Somos dos madres unidas.

Cuando, de nuevo en clase, reparto los exámenes ya calificados, pienso que las notas son sólo un número frío y esquivo, que no refleja la realidad ni por asomo. Para algunos, un 6 es un fracaso, un resultado vergonzoso en alguien con una inteligencia despierta y un entorno feliz; para otros, en cambio, un 6 es, sencillamente, la puerta de la esperanza.

jueves, 22 de noviembre de 2012

DESNUDARSE POR UNA BUENA CAUSA

Lo confieso: al principio me pareció una idea excelente. Original. Imaginativa. Divertida incluso. Y muy efectiva. Desnudarse por una buena causa dejaba patente el optimismo de un grupo de personas que, en vez de dejarse vencer por las circunstancias adversas, decidían unirse y luchar con humor. No veía nada obsceno en ello, ni degradante. Al contrario, esa transgresión del puritanismo inmovilista me parecía digna de elogio. ¿Quién de vosotras no ha deseado guardar bajo su colchón el calendario más fogoso del Cuerpo de Bomberos? ¿Quién no ha sonreído, no se ha solidarizado y no ha sentido la esperanza con aquellos ingleses arruinados en la película Full Monty?


Sin embargo, de un tiempo a esta parte la idea ya no me hace tanta gracia. Un halo tenebroso y siniestro tiñe el panorama nacional desde que la maldita crisis empezó a dejarse notar. Ahora hay muchas necesidades, algunas gravísimas y perentorias. Como el Centro de Educación Especial de Torrevieja, que corre el riesgo de cerrar sus puertas debido a los recortes. Necesitan fondos urgentemente. Si no los consiguen, un montón de niños con necesidades educativas especiales se quedarán sin escuela. Como siempre, el eslabón más débil. La subvención no llega. Los padres no pueden pagar mensualidades más altas. Ya han empapelado el edificio con pancartas explicando su situación. Ya se han manifestado delante del Ayuntamiento. Ya han acudido a la prensa. Pero hasta el momento no han conseguido nada. Intento ponerme en la piel de las madres de esos niños. Intento sentir su frustración y sus miedos. Su impotencia. ¿Qué les queda por hacer para que alguien les eche una mano? ¿Despelotarse en algún calendario?

Por supuesto que es por una buena causa. Pero ¿esto justifica que un grupo de madres, acuciadas por la necesidad, tengan que desnudarse? ¿Es que verse obligadas a dejarse retratar con poca ropa a cambio de dinero no es prostituirse un poco? ¡Mujer -me dicen-, las fotografías son artísticas! ¡No lo enseñan todo! ¿Y qué? -me pregunto yo. ¿Es que la belleza de las fotografías cambia el hecho de que personas en apuros económicos no vean más opción a la que recurrir que vender por toda la ciudad unas fotos, digámoslo así, poco habituales en sus álbumes familiares?

Y esto me lleva a otras preguntas: ¿Qué tipo de personas compran estos calendarios benéficos? ¿Los aficionados a las revistas eróticas? De haber alguno, no creo que sean la mayoría. ¿Vecinos diabólicos que disfrutan al ver humillarse a convecinos necesitados? Ni por asomo. Estoy convencida de que los compradores de estos calendarios son gentes sencillas, como usted y como yo, que saben que están haciendo una buena labor social al colaborar con un colectivo en apuros por medio del donativo que supone adquirir el calendario. Y digo yo: ¿de verdad necesitamos verles el culo a las madres de estos niños para colaborar? ¿Tan implacables nos hemos vuelto como sociedad? ¿O quizás tan irreflexivos? ¿No compraríamos el calendario con la misma alegría si retratase a los niños en su escuela, junto a sus familiares y sus educadores, sonriendo felices al saberse arropados por sus conciudadanos? 



Me dicen que soy demasiado seria, que no hay que empeñarse en ver esa connotación tan negativa. Que es algo más festivo. Más saleroso. Y que se desnuda el que quiere. Que nadie obliga a nadie. Pero yo pienso en Manoli. Y en Vicenta. Y en Trini. Y en tantas otras. Y no quiero verlas desnudas en la pared de mi cocina. No quiero ser parte de su vergüenza. Prefiero ver una foto de sus hijos sonriendo. En un cole sin pancartas. En una ciudad de todos.